Violador de adolescentes, torturador exorbitado, Jorge “Pajarito” Silveira vuelve a declararse en huelga de hambre. Se declaró “autoeliminado” por el gobierno (¿¡!?). Dios le dé larga vida, cuando inicia su segunda protesta.
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Internado en Hospital Militar
Jorge “Pajarito” Silveira comenzó huelga de hambre
Jorge “Pajarito” Silveira comenzó huelga de hambre
El País, 25/2/2008 (En base a EFE).
El coronel retirado Jorge Silveira se declaró hoy en huelga de hambre en el hospital militar en el que está ingresado y culpó al Gobierno uruguayo de “eliminarlo” con su procesamiento por violaciones de derechos humanos en tiempos de la dictadura (1973–1985).
Jorge “Pajarito” Silveira es uno de los ex militares procesados por el secuestro y traslado a Montevideo desde Buenos Aires y otros lugares del extranjero de uruguayos contrarios a la dictadura, algunos de los cuales fueron después asesinados.
En unas declaraciones divulgadas hoy por la emisora FM Gente, Silveira explicó que no quiere vivir más y que está dispuesto a llevar la huelga de hambre hasta sus últimas consecuencias.
“La idea mía es acabar con esto, porque me ha autoeliminado el Gobierno cuando me culpó”, afirmó Silveira. Aunque mostró confianza en la Justicia uruguaya, subrayó que está siendo utilizada con fines políticos.
Silveira y José Gavazzo debían declarar hoy antes el juez Fernández Lecchini, pero tras el comienzo de su huelga de hambre, su comparecencia se canceló.
***
Tenía archivados desde noviembre pasado estos apuntes para publicar no sé dónde.
Dos notas en cuatro años
“Chimichurri”, “Siete Sierras”, “Oscar 7”, “Pajarito”
A lo largo de cuatro años, sólo dos artículos de prensa aluden al coronel Jorge Silveira. La primera, de El País de hoy, 3.11.2007:
Jorge “Pajarito” Silveira es uno de los ex militares procesados por el secuestro y traslado a Montevideo desde Buenos Aires y otros lugares del extranjero de uruguayos contrarios a la dictadura, algunos de los cuales fueron después asesinados.
En unas declaraciones divulgadas hoy por la emisora FM Gente, Silveira explicó que no quiere vivir más y que está dispuesto a llevar la huelga de hambre hasta sus últimas consecuencias.
“La idea mía es acabar con esto, porque me ha autoeliminado el Gobierno cuando me culpó”, afirmó Silveira. Aunque mostró confianza en la Justicia uruguaya, subrayó que está siendo utilizada con fines políticos.
Silveira y José Gavazzo debían declarar hoy antes el juez Fernández Lecchini, pero tras el comienzo de su huelga de hambre, su comparecencia se canceló.
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Tenía archivados desde noviembre pasado estos apuntes para publicar no sé dónde.
Dos notas en cuatro años
“Chimichurri”, “Siete Sierras”, “Oscar 7”, “Pajarito”
A lo largo de cuatro años, sólo dos artículos de prensa aluden al coronel Jorge Silveira. La primera, de El País de hoy, 3.11.2007:
Silveira inició huelga de hambre
Se niega a que le conecten suero en el Hospital Militar
El ex integrante del Órgano Coordinador de Actividades Antisubversivas (OCOA) de la dictadura, Jorge Silveira inició una huelga de hambre hace 72 horas, en rechazo a su procesamiento por la desaparición de Adalberto Soba en Argentina en 1976.
“Soy inocente, nunca estuve en Argentina. Esto no es para presionar al juez (Luis Charles), no es una huelga de hambre contra el juez. Esto es un tema político que está manejado por el Poder Ejecutivo”, dijo Silveira a El País.
El coronel retirado dejó de ingerir alimentos y solo acepta tomar agua y se negó ayer a que le inyecten suero.
Señaló que su procesamiento y encarcelamiento por la desaparición del militante del Partido por la Victoria del Pueblo Adalberto Soba en 1976, “es una falsedad total” e insistió en que no actuó en actividades represivas en Argentina en la dictadura. Consideró que su encarcelamiento es una forma de “morir de a poco” y que con la huelga de hambre lo que hace es acelerar ese proceso como si fuera “un bisturí”.
Silveira ingresó ayer sobre las 16 horas al Hospital Militar, con un cuadro depresivo, luego de negarse a comer por más de dos días en la cárcel militar de Domingo Arena. Tras ser atendido en emergencia, el militar retirado fue internado en la Torre 6 del nosocomio. A pedido de su familia, Silveira fue internado en la habitación número 15, en la que también se encuentra el ex integrante del Servicio de Información de Defensa (SID), de la dictadura, Ricardo Arab.
En la habitación contigua, la número 14, permanece internado el ex integrante de OCOA, el coronel retirado Ernesto Ramas. Estos dos últimos militares también se encuentran procesados por el caso Soba.
Silveira adelantó que al ingresar al Hospital Militar le informaron que sin su consentimiento, no le podían conectar suero y que sólo si llega a estado de coma, lo podrán hacer pese a su resistencia.
Afirmó que no piensa dar marcha atrás a su decisión y estimó que seguramente volverá a ser procesado por otras denuncias sobre uruguayos desaparecidos en Argentina.
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“Soy inocente, nunca estuve en Argentina. Esto no es para presionar al juez (Luis Charles), no es una huelga de hambre contra el juez. Esto es un tema político que está manejado por el Poder Ejecutivo”, dijo Silveira a El País.
El coronel retirado dejó de ingerir alimentos y solo acepta tomar agua y se negó ayer a que le inyecten suero.
Señaló que su procesamiento y encarcelamiento por la desaparición del militante del Partido por la Victoria del Pueblo Adalberto Soba en 1976, “es una falsedad total” e insistió en que no actuó en actividades represivas en Argentina en la dictadura. Consideró que su encarcelamiento es una forma de “morir de a poco” y que con la huelga de hambre lo que hace es acelerar ese proceso como si fuera “un bisturí”.
Silveira ingresó ayer sobre las 16 horas al Hospital Militar, con un cuadro depresivo, luego de negarse a comer por más de dos días en la cárcel militar de Domingo Arena. Tras ser atendido en emergencia, el militar retirado fue internado en la Torre 6 del nosocomio. A pedido de su familia, Silveira fue internado en la habitación número 15, en la que también se encuentra el ex integrante del Servicio de Información de Defensa (SID), de la dictadura, Ricardo Arab.
En la habitación contigua, la número 14, permanece internado el ex integrante de OCOA, el coronel retirado Ernesto Ramas. Estos dos últimos militares también se encuentran procesados por el caso Soba.
Silveira adelantó que al ingresar al Hospital Militar le informaron que sin su consentimiento, no le podían conectar suero y que sólo si llega a estado de coma, lo podrán hacer pese a su resistencia.
Afirmó que no piensa dar marcha atrás a su decisión y estimó que seguramente volverá a ser procesado por otras denuncias sobre uruguayos desaparecidos en Argentina.
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La otra, de hace casi exactamente cuatro años, publicada en Brecha el 7.11.2003:
Testimonios de la infamia
El coronel Jorge Silveira, violador de menores
La publicación de las fotos del coronel retirado Jorge Silveira desencadenó testimonios sobre una faceta poco conocida de sus antecedentes: el Silveira que, además de torturar, desaparecer, robar niños y asesinar, solía violar y agredir sexualmente a prisioneros adolescentes. La crudeza del relato puede ofender la sensibilidad, pero es ineludible para tomar conciencia de algunos extremos aberrantes de la impunidad.
Por Samuel Blixen
Están tirados en el piso, o recostados contra las paredes húmedas, como objetos inertes. Son unos veinte adolescentes, siete mujeres, quizás trece varones, todos menores de edad. Están desnudos. La única prenda es una venda en los ojos, que puede ser una tela oscura, o una bufanda. El lugar es espacioso, probablemente un sótano. Hay escaleras hacia lo que sería la planta baja, y otras que llevan a un piso superior, a las habitaciones donde están las cadenas, los caballetes, el tacho, la cama con resortes metálicos, la picana. En el sótano se pueden oír los llantos y los gemidos de dolor de los cuerpos cercanos, y también los gritos desgarradores –ecos de sus propios gritos– que vienen de los pisos superiores, de otras víctimas que están siendo torturadas, que no verán, que no conocerán, y es posible imaginar que permanecerán tirados en algún otro lugar del edificio, con sus cuerpos lacerados, temblando de frío y de miedo, en espera de lo único previsible, la próxima sesión de tortura.
Es invierno, fin de junio de 1981. A seis meses del plebiscito que estalló en la cara de la dictadura, los aparatos militares y policiales andan a la caza de los impulsores de las estructuras sindicales y estudiantiles que afloran incontenibles. La víspera del octavo aniversario del golpe de Estado, agentes de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, en previsión de manifestaciones relámpago, hacen una redada de estudiantes del IAVA y de otros liceos. Esta misma madrugada, 27 de junio, los 20 adolescentes son trasladados en una camioneta policial a las dependencias de la calle Maldonado y comienzan a ser torturados. Todo el repertorio –golpes, colgadas, plantones, picana, submarino– tiene un objetivo concreto: ubicar una impresora, una máquina de imprenta que abastece volantes llamando a organizarse, a resistir.
Un oficial de Policía a quien dicen la “Momia”, otro llamado Prezza –que, años después, “estuvo en el tiroteo a una manifestación por el plebiscito del voto verde y que salió fotografiado en los diarios”– y otros oficiales de Policía que se identifican con alias, “Tito”, “Perico”, reclaman por las armas, mientras torturan, pero lo hacen sin convicción porque saben que esos muchachos de entre 15 y 16 años no están armados, ni siquiera están organizados. Pronto se agotará la lista de las preguntas, y los interrogatorios perderán fuerza, sentido, pero la tortura continuará.
“Esto no es nada”, les dicen cuando bajan las escaleras, de vuelta al sótano, a la precaria tranquilidad en tinieblas. “Cuando vengan los duros, los yerbas, ustedes van a rogarnos que volvamos nosotros”. Los duros son apenas voces que los liceales del IAVA aprenden a reconocer y que inevitablemente producen un particular terror: entran en el sótano pateando, gritando, insultando. “Yo soy el jefe, soy el que mando. Yo hago lo que quiero. Los cojo, los mato”. El día que oyó por primera vez ese timbre de voz, Jorge G apenas pudo ver, más allá del borde de su venda, unos pantalones verde grisáceos, unos zapatos comunes y una mano que sostenía una gorra militar. Es una patota que aparece frecuentemente, cada tres o cuatro días, y que todos nombrarán al jefe por el mismo apodo: “Chimichurri”. Cada vez que se oye esa voz de mando, segura, insolente, un estremecimiento involuntario ganará a los prisioneros allí tendidos.
Pronto aprenderán a registrar una sutil diferencia en el tono de los sollozos de las compañeras que Chimichurri elige para interrogar: “Mira esta, está más crecida”, apuntará la voz de otro “duro”, y muy rápidamente asociarán la presencia de esta patota con las violaciones a que son sometidos, sin excepción, varones y mujeres.
Con 16 años, Jorge se mantiene firme después de jornadas ininterrumpidas de tortura, una firmeza elaborada en su corta militancia a base de una preparación mental. Pero ni aún las más duras prevenciones podían anticipar lo que le esperaba el día en que Chimichurri lo conduce a una pieza de lo que supone es la planta baja del edificio. Hay varios hombres que ríen y gritan, excitados, cuando lo arrojan sobre una mesa y lo atan boca abajó para inmovilizarlo. El dolor de la penetración se suma al dolor de las otras torturas, dolores que se fueron acumulando a lo largo de los días; y habrá también el dolor especial de un palo y de un tubo metálico que le produce heridas internas en el ano. Hay aplausos, y hay quien comenta: “Dos al hilo”, a la espera de su turno, pero es la voz inconfundible de Chimichurri la que le pregunta junto al oído: “¿Te gusta?”, mientras le tira de la cabeza hacia atrás.
Para que no hubiera dudas, para que todos comprendieran lo que les esperaba, Chimichurri dirá, cuando devuelve a Jorge al sótano: “Acá se van a volver todos putos”. Mucho después, Jorge comentará: “A mí Chimichurri nunca me interrogó, nunca me preguntó nada, sólo me violaba”, y agregará, al evocar el infierno, una reflexión demoledora: “Claro, cuando te violan no tienen la intención de interrogarte, no te violan para arrancarte secretos, te violan para denigrarte, para quebrarte, y fundamentalmente porque son unos degenerados. Para penetrarte tienen que excitarse”, dice, como si recién entonces accediera a la comprensión de esa conclusión terrible.
Chimichurri y sus secuaces llegan al edificio de la calle Maldonado para interrogar a otros prisioneros, que sufren sus técnicas en otros lugares, allá arriba. Cuando baja al sótano es simplemente para divertirse. Así lo proclama: “Quiero que todos se masturben, queremos verlos”, ordena, mientras patea y pisotea cuerpos desnudos. Chimichurri podrá violar prisioneros maniatados e inermes, pero no podrá obtener colaboración: “Aquí nadie se toca”, gritará alguien desde el suelo y otra voz repetirá la consigna, desde la otra punta. Los “duros”, los “yerbas” deberán contentarse descargando su furia contra los promotores del desacato.
El ataque sexual no es suficiente para estos oficiales de la lucha contra la sedición, estos “duros” que seguramente estaban encuadrados en el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA). Pretenden que sus víctimas participen de sus desviaciones: “Si me la chupas, no te torturamos”, propone Chimichurri a las víctimas que elige cada vez que viene al sótano. Y descargará su frustración en la violencia de sus reiteradas violaciones.
A medida que pasan los días, la agresión sexual será el acontecimiento exclusivo. Ya no saben qué hacer con esos muchachos, pero igual los sacan del edificio y los trasladan en una camioneta hasta un lugar al que se accede por un camino de tierra. Hay árboles, porque los sujetan contra los troncos y hacen un simulacro de fusilamiento. Después los devuelven al sótano.
El episodio sólo confirma la irracionalidad, como si todo lo que ocurre fuera un contexto chapucero, imaginado a las apuradas, sin convicción, a los solos efectos de facilitar las violaciones contra menores de edad, la mayoría de los cuales no tenían experiencia sexual al momento de su detención. “Muchachos: estos son locos, son capaces de cualquier cosa, hagan lo que les piden porque los van a matar”, les susurra un policía que les trae la comida, que les acerca a veces una manzana, que acompaña a un enfermero. Jorge piensa en el truco del bueno y el malo, pero hay algo incuestionable: la voz de ese policía trasunta miedo; el torturador tiene miedo del violador, miedo a la aberración, a la situación sin límites.
Cada día que pasa –y serán 41 días– confirma que no hay límites: “Esta noche vamos a hacer una orgía”, propone la voz de Chimichurri a unos prisioneros que viven en la oscuridad y que han perdido la noción de la secuencia día–noche. “Una orgía”, repite Chimichurri, e inclinándose sobre Jorge dirá: “Te ganaste la lotería”. Jorge sube las escaleras a tientas, vendado, junto con otros dos compañeros, un varón y una mujer. En una pieza pequeña, abarrotada de gente, Chimichurri ordena: “Quiero que la cojan, queremos verlos”. Jorge y su compañero se niegan. La joven solloza bajito. Chimichurri amenaza, golpea, pero no obtiene la colaboración. Ordena trasladarlos a otra pieza. Los varones son colgados del techo, mediante cadenas. Les quitan las vendas. Chimichurri se acerca y les dice: “ustedes no tienen huevos, ahora van a ver cómo se hace”. Jorge ve a un hombre bajo, de bigotes, muy delgado, “estilizado”, vestido con un uniforme militar de fajina. Más allá, estaqueada sobre una mesa, de espaldas, inmovilizada por varios hombres que la sujetan, está Marina S. Está completamente desnuda, le han quitado la venda, pero el foco de luz intensa que se usa para los interrogatorios deja en una total penumbra al grupo de hombres que la violan, turnándose, riéndose de sus desesperados forcejeos, de su llanto. Los dos prisioneros gritan, insultan, escupen, se retuercen en el aire, y hasta logran golpear con el cuerpo a uno de los violadores que pasa delante de ellos. Finalmente logran atraer su atención, y comienzan a golpearlos. Oyen cómo Marina les grita: “Aguanten”, creyendo que los estaban interrogando y que los obligaban a mirar la violación para obtener información.
Regresan al sótano llorando los tres y los otros comprenden la particular angustia, porque los sollozos se generalizan. Jorge trata de consolar a Marina, una niña que acaba de cumplir 15 años y que en medio de aquella pesadilla sólo atina a decir: “Hubiera preferido que fueran ustedes los primeros”.
Así como los llevaron, un día los soltaron. En medio de una represión de ese invierno, cuando asumía Gregorio Alvarez la Presidencia y cuando comenzaban las conversaciones políticas de los militares con los blancos de la “Comisión de los 10” y los colorados de la “Comisión de los 6”, la detención de los estudiantes liceales quedó sumergida, postergada en las consecuencias de otras redadas, que terminarían con la captura de los dirigentes clandestinos de la CNT y de la FEUU. Los muchachos siguieron viéndose, pero se resistieron a conversar los detalles de aquella experiencia; algunos continuaron con su militancia, otros no; algunos formularon después la denuncia sobre las violaciones y las torturas, otros no llegaron a superar una vergüenza que no les correspondía. Algunos superaron el trauma, otros no. Marina peleó con sus fantasmas durante años y al final desistió de la pelea: se mató de un balazo.
Jorge llegó a identificar a Chimichurri, conversó con otros prisioneros que en distintos lugares, en la Tablada, en el 13 de Infantería, en Automotores Orletti, lo habían visto y habían sufrido sus técnicas. La coincidencia de la reconstrucción de los rasgos físicos tuvo la confirmación con una pequeña foto, borrosa, que atesoraban algunos militantes de los derechos humanos.
Pero fue hace poco más de una semana, cuando La República publicó la secuencia de fotografías tomadas una tarde en la entrada del Círculo Militar, que pudo confirmar sin lugar a dudas: Chimichurri, ahora gordo, panzón, con el rostro abotargado, es Jorge Silveira, coronel retirado. También conocido como “Pajarito”, “Siete Sierras”, “Óscar 7”, el mismo que torturaba a los detenidos en Artillería en 1975 y ya pergeñaba una extorsión para liberar prisioneros mediante el pago de dinero; el mismo que operó en Buenos Aires y que ha sido acusado de la desaparición y asesinato de decenas de uruguayos exiliados; el mismo que secuestró a María Claudia García de Gelman, y robó a la nieta del poeta Juan Gelman; el mismo que continuó la tortura psicológica contra las presas políticas como responsable de la cárcel de Punta de Rieles, el mismo Jorge Silveira es el Chimichurri que violaba adolescentes en los sótanos de la calle Maldonado con el único objetivo de satisfacer sus desviaciones.
Ese es el hombre al que la ley de caducidad le otorgó una impunidad para todos sus crímenes; es el hombre que fue ascendido a coronel por Julio María Sanguinetti en su primera presidencia; es el hombre que fue designado por Sanguinetti, en su segunda presidencia, en el Estado Mayor del Comandante del Ejército; es el hombre que el general Fernán Amado quería tener como colaborador personal; es el hombre que comparte asados con el senador Pablo Millor, con el diputado Daniel García Pintos y con el dirigente pachequista Alberto Iglesias. Es el hombre a quien el presidente Jorge Batlle dejará impune con respecto al asesinato de María Claudia, si decide incluir el caso en la ley de caducidad.
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Por Samuel Blixen
Están tirados en el piso, o recostados contra las paredes húmedas, como objetos inertes. Son unos veinte adolescentes, siete mujeres, quizás trece varones, todos menores de edad. Están desnudos. La única prenda es una venda en los ojos, que puede ser una tela oscura, o una bufanda. El lugar es espacioso, probablemente un sótano. Hay escaleras hacia lo que sería la planta baja, y otras que llevan a un piso superior, a las habitaciones donde están las cadenas, los caballetes, el tacho, la cama con resortes metálicos, la picana. En el sótano se pueden oír los llantos y los gemidos de dolor de los cuerpos cercanos, y también los gritos desgarradores –ecos de sus propios gritos– que vienen de los pisos superiores, de otras víctimas que están siendo torturadas, que no verán, que no conocerán, y es posible imaginar que permanecerán tirados en algún otro lugar del edificio, con sus cuerpos lacerados, temblando de frío y de miedo, en espera de lo único previsible, la próxima sesión de tortura.
Es invierno, fin de junio de 1981. A seis meses del plebiscito que estalló en la cara de la dictadura, los aparatos militares y policiales andan a la caza de los impulsores de las estructuras sindicales y estudiantiles que afloran incontenibles. La víspera del octavo aniversario del golpe de Estado, agentes de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, en previsión de manifestaciones relámpago, hacen una redada de estudiantes del IAVA y de otros liceos. Esta misma madrugada, 27 de junio, los 20 adolescentes son trasladados en una camioneta policial a las dependencias de la calle Maldonado y comienzan a ser torturados. Todo el repertorio –golpes, colgadas, plantones, picana, submarino– tiene un objetivo concreto: ubicar una impresora, una máquina de imprenta que abastece volantes llamando a organizarse, a resistir.
Un oficial de Policía a quien dicen la “Momia”, otro llamado Prezza –que, años después, “estuvo en el tiroteo a una manifestación por el plebiscito del voto verde y que salió fotografiado en los diarios”– y otros oficiales de Policía que se identifican con alias, “Tito”, “Perico”, reclaman por las armas, mientras torturan, pero lo hacen sin convicción porque saben que esos muchachos de entre 15 y 16 años no están armados, ni siquiera están organizados. Pronto se agotará la lista de las preguntas, y los interrogatorios perderán fuerza, sentido, pero la tortura continuará.
“Esto no es nada”, les dicen cuando bajan las escaleras, de vuelta al sótano, a la precaria tranquilidad en tinieblas. “Cuando vengan los duros, los yerbas, ustedes van a rogarnos que volvamos nosotros”. Los duros son apenas voces que los liceales del IAVA aprenden a reconocer y que inevitablemente producen un particular terror: entran en el sótano pateando, gritando, insultando. “Yo soy el jefe, soy el que mando. Yo hago lo que quiero. Los cojo, los mato”. El día que oyó por primera vez ese timbre de voz, Jorge G apenas pudo ver, más allá del borde de su venda, unos pantalones verde grisáceos, unos zapatos comunes y una mano que sostenía una gorra militar. Es una patota que aparece frecuentemente, cada tres o cuatro días, y que todos nombrarán al jefe por el mismo apodo: “Chimichurri”. Cada vez que se oye esa voz de mando, segura, insolente, un estremecimiento involuntario ganará a los prisioneros allí tendidos.
Pronto aprenderán a registrar una sutil diferencia en el tono de los sollozos de las compañeras que Chimichurri elige para interrogar: “Mira esta, está más crecida”, apuntará la voz de otro “duro”, y muy rápidamente asociarán la presencia de esta patota con las violaciones a que son sometidos, sin excepción, varones y mujeres.
Con 16 años, Jorge se mantiene firme después de jornadas ininterrumpidas de tortura, una firmeza elaborada en su corta militancia a base de una preparación mental. Pero ni aún las más duras prevenciones podían anticipar lo que le esperaba el día en que Chimichurri lo conduce a una pieza de lo que supone es la planta baja del edificio. Hay varios hombres que ríen y gritan, excitados, cuando lo arrojan sobre una mesa y lo atan boca abajó para inmovilizarlo. El dolor de la penetración se suma al dolor de las otras torturas, dolores que se fueron acumulando a lo largo de los días; y habrá también el dolor especial de un palo y de un tubo metálico que le produce heridas internas en el ano. Hay aplausos, y hay quien comenta: “Dos al hilo”, a la espera de su turno, pero es la voz inconfundible de Chimichurri la que le pregunta junto al oído: “¿Te gusta?”, mientras le tira de la cabeza hacia atrás.
Para que no hubiera dudas, para que todos comprendieran lo que les esperaba, Chimichurri dirá, cuando devuelve a Jorge al sótano: “Acá se van a volver todos putos”. Mucho después, Jorge comentará: “A mí Chimichurri nunca me interrogó, nunca me preguntó nada, sólo me violaba”, y agregará, al evocar el infierno, una reflexión demoledora: “Claro, cuando te violan no tienen la intención de interrogarte, no te violan para arrancarte secretos, te violan para denigrarte, para quebrarte, y fundamentalmente porque son unos degenerados. Para penetrarte tienen que excitarse”, dice, como si recién entonces accediera a la comprensión de esa conclusión terrible.
Chimichurri y sus secuaces llegan al edificio de la calle Maldonado para interrogar a otros prisioneros, que sufren sus técnicas en otros lugares, allá arriba. Cuando baja al sótano es simplemente para divertirse. Así lo proclama: “Quiero que todos se masturben, queremos verlos”, ordena, mientras patea y pisotea cuerpos desnudos. Chimichurri podrá violar prisioneros maniatados e inermes, pero no podrá obtener colaboración: “Aquí nadie se toca”, gritará alguien desde el suelo y otra voz repetirá la consigna, desde la otra punta. Los “duros”, los “yerbas” deberán contentarse descargando su furia contra los promotores del desacato.
El ataque sexual no es suficiente para estos oficiales de la lucha contra la sedición, estos “duros” que seguramente estaban encuadrados en el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA). Pretenden que sus víctimas participen de sus desviaciones: “Si me la chupas, no te torturamos”, propone Chimichurri a las víctimas que elige cada vez que viene al sótano. Y descargará su frustración en la violencia de sus reiteradas violaciones.
A medida que pasan los días, la agresión sexual será el acontecimiento exclusivo. Ya no saben qué hacer con esos muchachos, pero igual los sacan del edificio y los trasladan en una camioneta hasta un lugar al que se accede por un camino de tierra. Hay árboles, porque los sujetan contra los troncos y hacen un simulacro de fusilamiento. Después los devuelven al sótano.
El episodio sólo confirma la irracionalidad, como si todo lo que ocurre fuera un contexto chapucero, imaginado a las apuradas, sin convicción, a los solos efectos de facilitar las violaciones contra menores de edad, la mayoría de los cuales no tenían experiencia sexual al momento de su detención. “Muchachos: estos son locos, son capaces de cualquier cosa, hagan lo que les piden porque los van a matar”, les susurra un policía que les trae la comida, que les acerca a veces una manzana, que acompaña a un enfermero. Jorge piensa en el truco del bueno y el malo, pero hay algo incuestionable: la voz de ese policía trasunta miedo; el torturador tiene miedo del violador, miedo a la aberración, a la situación sin límites.
Cada día que pasa –y serán 41 días– confirma que no hay límites: “Esta noche vamos a hacer una orgía”, propone la voz de Chimichurri a unos prisioneros que viven en la oscuridad y que han perdido la noción de la secuencia día–noche. “Una orgía”, repite Chimichurri, e inclinándose sobre Jorge dirá: “Te ganaste la lotería”. Jorge sube las escaleras a tientas, vendado, junto con otros dos compañeros, un varón y una mujer. En una pieza pequeña, abarrotada de gente, Chimichurri ordena: “Quiero que la cojan, queremos verlos”. Jorge y su compañero se niegan. La joven solloza bajito. Chimichurri amenaza, golpea, pero no obtiene la colaboración. Ordena trasladarlos a otra pieza. Los varones son colgados del techo, mediante cadenas. Les quitan las vendas. Chimichurri se acerca y les dice: “ustedes no tienen huevos, ahora van a ver cómo se hace”. Jorge ve a un hombre bajo, de bigotes, muy delgado, “estilizado”, vestido con un uniforme militar de fajina. Más allá, estaqueada sobre una mesa, de espaldas, inmovilizada por varios hombres que la sujetan, está Marina S. Está completamente desnuda, le han quitado la venda, pero el foco de luz intensa que se usa para los interrogatorios deja en una total penumbra al grupo de hombres que la violan, turnándose, riéndose de sus desesperados forcejeos, de su llanto. Los dos prisioneros gritan, insultan, escupen, se retuercen en el aire, y hasta logran golpear con el cuerpo a uno de los violadores que pasa delante de ellos. Finalmente logran atraer su atención, y comienzan a golpearlos. Oyen cómo Marina les grita: “Aguanten”, creyendo que los estaban interrogando y que los obligaban a mirar la violación para obtener información.
Regresan al sótano llorando los tres y los otros comprenden la particular angustia, porque los sollozos se generalizan. Jorge trata de consolar a Marina, una niña que acaba de cumplir 15 años y que en medio de aquella pesadilla sólo atina a decir: “Hubiera preferido que fueran ustedes los primeros”.
Así como los llevaron, un día los soltaron. En medio de una represión de ese invierno, cuando asumía Gregorio Alvarez la Presidencia y cuando comenzaban las conversaciones políticas de los militares con los blancos de la “Comisión de los 10” y los colorados de la “Comisión de los 6”, la detención de los estudiantes liceales quedó sumergida, postergada en las consecuencias de otras redadas, que terminarían con la captura de los dirigentes clandestinos de la CNT y de la FEUU. Los muchachos siguieron viéndose, pero se resistieron a conversar los detalles de aquella experiencia; algunos continuaron con su militancia, otros no; algunos formularon después la denuncia sobre las violaciones y las torturas, otros no llegaron a superar una vergüenza que no les correspondía. Algunos superaron el trauma, otros no. Marina peleó con sus fantasmas durante años y al final desistió de la pelea: se mató de un balazo.
Jorge llegó a identificar a Chimichurri, conversó con otros prisioneros que en distintos lugares, en la Tablada, en el 13 de Infantería, en Automotores Orletti, lo habían visto y habían sufrido sus técnicas. La coincidencia de la reconstrucción de los rasgos físicos tuvo la confirmación con una pequeña foto, borrosa, que atesoraban algunos militantes de los derechos humanos.
Pero fue hace poco más de una semana, cuando La República publicó la secuencia de fotografías tomadas una tarde en la entrada del Círculo Militar, que pudo confirmar sin lugar a dudas: Chimichurri, ahora gordo, panzón, con el rostro abotargado, es Jorge Silveira, coronel retirado. También conocido como “Pajarito”, “Siete Sierras”, “Óscar 7”, el mismo que torturaba a los detenidos en Artillería en 1975 y ya pergeñaba una extorsión para liberar prisioneros mediante el pago de dinero; el mismo que operó en Buenos Aires y que ha sido acusado de la desaparición y asesinato de decenas de uruguayos exiliados; el mismo que secuestró a María Claudia García de Gelman, y robó a la nieta del poeta Juan Gelman; el mismo que continuó la tortura psicológica contra las presas políticas como responsable de la cárcel de Punta de Rieles, el mismo Jorge Silveira es el Chimichurri que violaba adolescentes en los sótanos de la calle Maldonado con el único objetivo de satisfacer sus desviaciones.
Ese es el hombre al que la ley de caducidad le otorgó una impunidad para todos sus crímenes; es el hombre que fue ascendido a coronel por Julio María Sanguinetti en su primera presidencia; es el hombre que fue designado por Sanguinetti, en su segunda presidencia, en el Estado Mayor del Comandante del Ejército; es el hombre que el general Fernán Amado quería tener como colaborador personal; es el hombre que comparte asados con el senador Pablo Millor, con el diputado Daniel García Pintos y con el dirigente pachequista Alberto Iglesias. Es el hombre a quien el presidente Jorge Batlle dejará impune con respecto al asesinato de María Claudia, si decide incluir el caso en la ley de caducidad.
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La nota aludida en Brecha:
Después de 20 años, La República revela el rostro del torturador coronel Jorge “Pajarito” Silveira
El torturador Jorge “Pajarito” Silveira sale del Círculo Militar, intenta ocultar su cara y discute con el fotógrafo. Ante la pregunta “¿Usted es el coronel Silveira?” contesta “No” y vuelve rápidamente sobre sus pasos.
Un hombre gordo, entra como una tromba en la cantina del Círculo Militar, tira el saco de su ambo azul sobre una mesa y dice con rabia: “La puta que los parió, me estaban esperando y me sacaron fotos”. Como si fuera una descarga reitera: “La puta que los parió” y se sienta furioso en una silla. Ese hombre es el coronel (r) Jorge Alberto Silveira Quesada, más conocido como “Pajarito”, “Siete Sierras”, “Chimichurri” u “Oscar 7”, todos alias utilizados en los centros de tortura y muerte de la dictadura y la represión.
Está enojado, furioso, porque quedaban atrás casi 20 años sin fotos. Casi 20 años en los que solamente se mencionaba su nombre, en casi todas las denuncias de violaciones a los DDHH. Casi 20 años en que siguió su carrera militar, ascendió, le mintió a la Justicia Militar, le mintió al Poder Ejecutivo, eludió a la Justicia civil y además eludió los pedidos de extradición de Argentina, Italia y España, donde están radicadas denuncias en su contra.
Lejos quedaron los años en que era amo y señor de las cámaras de tortura del OCOA y se sentía tan impune que mostraba el rostro, y a veces, para impresionar a los “pichis”, hasta se hacía llamar por su nombre.
Vino la democracia, también vino la impunidad, pero sus contactos políticos no pudieron impedir que fuera denunciado por decenas de testimonios.
Silveira estaba nervioso, pero había cambiado tanto físicamente, de aquel oficial delgado, con pelo prolijo y bigote, a la apariencia actual, iba a ser muy difícil reconocerlo. La impunidad alcanzaba hasta a su rostro.
Por eso no quiere fotos, por eso su compañero de tareas, el coronel Manuel Cordero, se esconde cuando sale del juzgado, para que nadie se entere que se tiñó el pelo y que se deja y se saca el bigote para que nadie lo conozca.
Porque Silveira fue quien entregó a la nieta de Juan Gelman a la familia policial que la crió, junto con el “Conejo” Medina, que después fue quien asesinó a la nuera del poeta, María Claudia Irureta Goyena. Silveira sabe y aquí, y también en Argentina la Justicia sabe que sabe.
Porque Silveira era jefe de la tortura en el “Infierno Grande” del 13 de Infantería y sabe muy bien qué pasó con ocho uruguayos que fueron asesinados y enterrados allí: Carlos Arévalo, Eduardo Bleier, Juan Manuel Brieba, Julio Correa, Julio Escudero, Fernando Miranda, Laureano Montesdeoca y Elena Quinteros, esta última ejecutada, de acuerdo con la versión recogida por la Comisión para la Paz.
Porque Silveira por la responsabilidad que tuvo en el “Infierno Grande”, en el Estado Mayor Conjunto y sus vínculos políticos sabe perfectamente cómo fue la “Operación Zanahoria” y qué pasó con los cuerpos de los/las desaparecidos/as.
Porque Silveira estuvo en Argentina, estuvo en Orletti y mintió cuando el fiscal militar Sambucetti lo interrogó el 16 de diciembre de 1988, supuestamente para cumplir con el artículo 4° de la Ley de Caducidad. Mintió, convencido de que los testimonios de los detenidos basados en su voz o en un recuerdo borroso de su cara, no los iba a tener que enfrentar (ver nota aparte).
Ahora todos esos reclamos tienen un rostro y a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios físicos, todos los sobrevivientes de la tortura a los que La República mostró la foto lo reconocen sin dudar. Por eso la foto era necesaria, para darle un rostro a la memoria y un rostro a la mentira.
Por eso Silveira estaba furioso, por eso se tapó, por eso increpó y volvió presuroso al Círculo Militar a refugiarse de nada: de una cámara de fotos.
Tanta era la preocupación que denunció ante el Comando del Ejército que lo habían “perseguido para fotografiarlo”, como si fuera un delito e incluso fue a plantear a Inteligencia del Ejército que investigaran quién le había sacado la foto y con qué objetivo.
Por eso la reacción: “La puta que los parió, me estaban esperando y me sacaron fotos”.
¿Quién es “Pajarito”?
Silveira es uno de los emblemáticos de la represión. Estuvo en todos los principales centros de tortura: el “Infierno Grande” del Batallón 13 de Infantería, La Tablada que lo sustituyó a partir de 1977, el Infierno Chico de Punta Gorda, Artillería 1 de La Paloma, el Servicio de Información y Defensa y también viajó asiduamente a Buenos Aires, donde desplegó sus artes, fundamentalmente en Automotores Orletti.
Participó de todas las etapas de la represión y de todas las modalidades, torturó a los militantes del Movimiento de Liberación Nacional desde 1972, torturó a los militantes del Partido por la Victoria del Pueblo entre 1975 y 1977 y torturó a los militantes comunistas, especialmente de la Unión de la Juventud Comunista, hasta el final de la dictadura.
El Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA), se crea en 1971 y sus miembros estaban asignados a diferentes cuarteles; el “Pajarito” ya era uno de ellos.
Hay múltiples testimonios que lo acusan, testimonios de sobrevivientes de cada uno de esos centros de tortura. Silveira, “el Pajarito”, era un tanto especial, le gustaba la tortura, la disfrutaba.
Según los testimonios, se especializaba en particular, en las violaciones y en la “picana”, aunque no le hacía asco a ninguna especialidad de tormento. Si se puede decir así, tenía debilidad por la gente joven.
Fuentes militares dijeron a La República que sus propios “compañeros de tareas” desconfiaban de él: “Llevaba las cosas a extremos enfermizos, torturaba por torturar, a veces durante días, sin preguntar nada”.
Su crueldad fue relatada no sólo por ex presos, sino también por militares. En la edición de la revista Posdata del 26 de abril de 1996, en la nota titulada “Secretos de la Dictadura II”, dos ex colaboradores del S2 (Inteligencia) del Fusna relatan: “Hubo un evento muy desagradable ahí cuando llegó un capitán de OCOA un día, que había uno en la “máquina”, colgado. Este oficial de OCOA pregunta: ¿Lo puedo interrogar? (la pregunta se la hace al teniente de navío Juan Carlos Larcebeau, S2 del Fusna). Este responde: “Bueno interrógalo”. Lo conecta y se afirma en el “teléfono” y empieza a darle y a darle y darle... y el otro empezó a cimbrarse, a cimbrarse, y empezó a largar espuma por la boca y le dio un ataque. Llamamos al médico. Quedó duro. Y Larcebeau se calienta y le saca la “máquina” al capitán de OCOA y le dice: “¿Qué hacés?, ¿sos tarado?, ¿para qué hacés esto? Le estás dando y dando y ni siquiera le preguntás nada. ¿Vas a matar a un tipo?”, y el capitán de OCOA: “No, si cuando se mueren hacen cric (hace un gesto)”. En testimonio posterior ante un organismo de DDHH los oficiales de la Armada reconocen que el capitán de OCOA al que hacían referencia es Jorge “Pajarito” Silveira.
Era tal la impunidad y por lo tanto el convencimiento de que no habría ninguna consecuencia por sus actos, que Silveira muchas veces torturaba e interrogaba a cara descubierta. Es decir, hacía levantar a veces las vendas o las capuchas de los detenidos y mostraba su cara, tanto en Uruguay como en Argentina.
Es más, la dictadura lo colocó a partir de 1977 como jefe de celdario del campo de concentración femenino de Punta Rieles, oficialmente denominado Establecimiento Militar de Reclusión N° 2 (EMR2). Se permitió así la prolongación de la tortura, las presas tenían como encargado del celdario al hombre que había torturado a muchas de ellas y que encabezó todas las operaciones de tormento psicológico y de hostigamiento dentro de la cárcel
Pero además Silveira, no se limitó a su papel en Punta de Rieles: durante días desaparecía del Penal, en realidad era para concurrir a La Tablada y participar personalmente de las sesiones de tortura a los militantes comunistas que caían en esa época, fines de los 70 y principios de los 80.
La permanencia y los vínculos políticos
Desde 1980 Silveira revistó en el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Conjuntas (Esmaco), desde donde se condujeron las conversaciones con los partidos políticos para la reapertura democrática. Fue jefe de administrativos en el Palacio Legislativo, donde operaba el Consejo de Estado, farsa de Parlamento montado por la dictadura, en el que se desempeñaron los civiles que se prestaron para apoyar al régimen. Prestó servicios bajo las órdenes del coronel Washington Cressi con quien había trabajado en el EMR 2.
Tras el retorno a la democracia y pese a ser mencionado en múltiples denuncias sobre violaciones a los DDHH, Silveira permanece en servicio e incluso sigue ascendiendo dentro del Ejército. Siempre vinculado a la logia Chucrut, con fuertes relaciones con el Partido Colorado, en particular con el sector político del ex presidente Julio María Sanguinetti.
Dejado de lado hasta cierto punto, como la mayoría de los miembros de su logia, durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle vuelve a los días de gloria, durante el segundo mandato de Sanguinetti, cuando es ascendido al Estado Mayor Personal del nuevo comandante en Jefe del Ejército, el teniente general Fernán Amado. La noticia de esa designación, mantenida en secreto por el gobierno, aparecida en La República en abril de 1996, provoca amenazas de muerte y seguimientos.
Silveira, según fuentes militares, era la mano derecha de Amado para gestionar compra de armas y otros negocios en el Ejército, aprovechando sus vinculaciones.
Silveira trabajó estrechamente con legisladores y ex legisladores del Partido Colorado vinculados a negocios de importación y exportación y también mantiene una fluida relación con el polémico empresario Igor Svetogorsky, acusado de entregar comisiones y favores para venderle al Estado, especialmente armas al Ejército.
De hecho, cuando La República logró fotografiarlo, salía de compartir un almuerzo con Svetogorsky en el Círculo Militar, en donde habían visto junto con otros militares retirados y políticos colorados, habitués del lugar, un partido de Uruguay.
Silveira además fue uno de los más activos animadores de las reuniones entre represores, que La República denominó “Logia del Aquelarre”, para ver cómo enfrentaban los pedidos de extradición del exterior y también cómo se manejarían ante las investigaciones de la Comisión para la Paz y las denuncias ante la Justicia en nuestro país.
Fue y sigue siendo un cuadro de inteligencia militar, con vinculaciones económicas y políticas, operador de espacios de poder dentro y fuera del Ejército y, como no podía ser de otra manera, formado desde temprana edad en la Doctrina de la Seguridad Nacional por los EEUU en la Escuela de las Américas, adonde fue en 1968, cuando tenía 23 años.
Apuntes para un prontuario
Silveira nació el 20 de setiembre de 1945 e ingresó al Ejército en el año 1965, pertenece al arma de Artillería, al igual que Cordero y Gavazzo entre otros. A pesar de las múltiples denuncias en su contra, que tomaron incluso estado parlamentario, siguió con su carrera y pasó a retiro como coronel en el año 2000.
En 1968 como cadete realizó estudios en la Escuela de las Américas , donde se formaron todos los torturadores del continente. El curso fue: Special Cadet Course.
En 1971 se desempeña en el Grupo de Artillería Nº 1, con sede en La Paloma.
Según testimonios recopilados y ordenados por Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, durante los años 1972, 1973 y 1974 en el Grupo de Artillería Nº 1, integra el equipo del S2 con el grado de teniente, junto al mayor José Gavazzo, capitán Mario Mouriño, capitán Tabaré Acuña, entre otros. Muchos testimonios de militantes del MLN detenidos en dicha unidad hablan de los interrogatorios y torturas de “Chimichurri”, como es el caso de Carlos Caillabet, Sixto Marrero y otros.
A su vez, va a interrogar a otros militantes del MLN en otras unidades militares, como es el caso de María Elia Topolansky, quien estando detenida en el Batallón de Infantería Nº 8 (en Paysandú) es interrogada por Silveira en el año 72.
En 1974, en el período en que desapareció Eduardo Pérez (a) “el gordo Marcos”, uno de los que participa en los interrogatorios y torturas de todo el grupo de militantes del MLN detenidos en Artillería 1 en esa época, sigue siendo el “Pajarito Silveira”, así lo señala el testimonio del ex diputado Víctor Semproni.
En 1976 y ‘77 revistando en la División de Ejército I es asignado directamente a OCOA. Varios de los militantes comunistas y del PVP torturados en el “300 Carlos”, ubicado en el galpón del Servicio de Material y Armamento, en el predio del Batallón de Infantería Nº 13, lo identifican como uno de los oficiales que los interrogaba. Varias de las detenidas en “el Infierno”, a pesar de estar con los ojos vendados, lo reconocen como uno de sus torturadores cuando éste llega como responsable del celdario al EMR 2 (Penal de Punta Rieles) en febrero del ‘77.
En 1976 asciende a capitán.
Dice Ricardo Gil, detenido el 28.03.76: “Nuestra detención en marzo de 1976 marcó el inicio de la represión desatada contra el PVP, tanto en Uruguay como en Argentina. Estando detenido en La Paloma, en dos oportunidades se presentó Silveira a interrogarme sin que me pusieran venda ni capucha. Los soldados lo mencionaban por su apellido o por su sobrenombre indistintamente: Silveira o Chimichurri. Cuando me trasladan al “Infierno” (300 Carlos en Infantería 13), lo identifico como al oficial que llaman como “Siete Sierras” u “Oscar Siete”.
Durante los operativos contra militantes del PVP en Argentina en julio de 1976, uno de los “uruguayos” que participó en los secuestros junto a los “argentinos” era el capitán del Ejército uruguayo Jorge Silveira. Dice Ana María Salvo: “Me llevan a lo que posteriormente se conoce como Automotores Orletti. En el lugar donde me ponen había mucha gente detenida. Se oían gritos y la radio muy alta. Todas las personas presentaban muestras de haber sido muy torturadas. Al poco rato de estar allí me suben por una escalera y me interrogan.
El primero en hablar es el oficial Juan Manuel Cordero, quien me conocía por haber allanado varias veces mi casa en Montevideo durante el año 72. También estaban Jorge Silveira y Nino Gavazzo, que me habían interrogado y torturado en Montevideo, en el cuartel de La Paloma en febrero de 1974”.
Cuando este grupo fue trasladado al Uruguay clandestinamente y llevado para continuar con los interrogatorios al local del “Infierno chico” (la casa de Punta Gorda, “300 Carlos R”), donde actuaba OCOA, uno de los oficiales activos continúa siendo Silveira. En cambio en el local de Bulevar Artigas y Palmar, donde funcionaba el SID, no era del staff permanente. Sin embargo concurría asiduamente, y se le vio en varias oportunidades cuando estaba detenida en este lugar, María Claudia García de Gelman. Según los testimonios de Ana Inés Cuadros, Ariel Soto, Víctor Lubián y varios otros, “llegaba siempre en un VW color blanco”.
En enero del ‘77 cierran como lugar de detención de prisioneros de OCOA el “300 Carlos”, ubicado a los fondos del Batallón de Infantería Blindado Nº 13, y abren como nuevo local de OCOA el “Infierno” en La Tablada. Varios de sus miembros son asignados al Establecimiento Militar de Reclusión Nº 2 (Penal de Mujeres en Punta Rieles) y llegan cuatro de los oficiales que habían torturado a los militantes del Partido Comunista en el “Infierno” o “300 Carlos”. Estos eran: el mayor Victorino Vázquez, el teniente Roberto Echavarría y los capitanes José Luis Parisi y Jorge Silveira. Dicen las ex presas: “En general eran asignados a los penales los oficiales que por una razón u otra eran castigados. Muchas veces por haber matado en la tortura a algún detenido sin haber terminado con el interrogatorio”. De hecho en el “300 Carlos” durante el ‘75 y ‘76 murieron unos nueve detenidos.
Testimonios como los de las militantes comunistas Rita Ibarburu, Sara Youtchac, Selva Brasselli, y varias más dan cuenta del “Pajarito” Silveira como el responsable del celdario. Sin embargo era de los que desaparecía por días y por una razón u otra, más tarde se enteraban que había estado interrogando detenidos en otras dependencias.
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En 1968 como cadete realizó estudios en la Escuela de las Américas , donde se formaron todos los torturadores del continente. El curso fue: Special Cadet Course.
En 1971 se desempeña en el Grupo de Artillería Nº 1, con sede en La Paloma.
Según testimonios recopilados y ordenados por Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, durante los años 1972, 1973 y 1974 en el Grupo de Artillería Nº 1, integra el equipo del S2 con el grado de teniente, junto al mayor José Gavazzo, capitán Mario Mouriño, capitán Tabaré Acuña, entre otros. Muchos testimonios de militantes del MLN detenidos en dicha unidad hablan de los interrogatorios y torturas de “Chimichurri”, como es el caso de Carlos Caillabet, Sixto Marrero y otros.
A su vez, va a interrogar a otros militantes del MLN en otras unidades militares, como es el caso de María Elia Topolansky, quien estando detenida en el Batallón de Infantería Nº 8 (en Paysandú) es interrogada por Silveira en el año 72.
En 1974, en el período en que desapareció Eduardo Pérez (a) “el gordo Marcos”, uno de los que participa en los interrogatorios y torturas de todo el grupo de militantes del MLN detenidos en Artillería 1 en esa época, sigue siendo el “Pajarito Silveira”, así lo señala el testimonio del ex diputado Víctor Semproni.
En 1976 y ‘77 revistando en la División de Ejército I es asignado directamente a OCOA. Varios de los militantes comunistas y del PVP torturados en el “300 Carlos”, ubicado en el galpón del Servicio de Material y Armamento, en el predio del Batallón de Infantería Nº 13, lo identifican como uno de los oficiales que los interrogaba. Varias de las detenidas en “el Infierno”, a pesar de estar con los ojos vendados, lo reconocen como uno de sus torturadores cuando éste llega como responsable del celdario al EMR 2 (Penal de Punta Rieles) en febrero del ‘77.
En 1976 asciende a capitán.
Dice Ricardo Gil, detenido el 28.03.76: “Nuestra detención en marzo de 1976 marcó el inicio de la represión desatada contra el PVP, tanto en Uruguay como en Argentina. Estando detenido en La Paloma, en dos oportunidades se presentó Silveira a interrogarme sin que me pusieran venda ni capucha. Los soldados lo mencionaban por su apellido o por su sobrenombre indistintamente: Silveira o Chimichurri. Cuando me trasladan al “Infierno” (300 Carlos en Infantería 13), lo identifico como al oficial que llaman como “Siete Sierras” u “Oscar Siete”.
Durante los operativos contra militantes del PVP en Argentina en julio de 1976, uno de los “uruguayos” que participó en los secuestros junto a los “argentinos” era el capitán del Ejército uruguayo Jorge Silveira. Dice Ana María Salvo: “Me llevan a lo que posteriormente se conoce como Automotores Orletti. En el lugar donde me ponen había mucha gente detenida. Se oían gritos y la radio muy alta. Todas las personas presentaban muestras de haber sido muy torturadas. Al poco rato de estar allí me suben por una escalera y me interrogan.
El primero en hablar es el oficial Juan Manuel Cordero, quien me conocía por haber allanado varias veces mi casa en Montevideo durante el año 72. También estaban Jorge Silveira y Nino Gavazzo, que me habían interrogado y torturado en Montevideo, en el cuartel de La Paloma en febrero de 1974”.
Cuando este grupo fue trasladado al Uruguay clandestinamente y llevado para continuar con los interrogatorios al local del “Infierno chico” (la casa de Punta Gorda, “300 Carlos R”), donde actuaba OCOA, uno de los oficiales activos continúa siendo Silveira. En cambio en el local de Bulevar Artigas y Palmar, donde funcionaba el SID, no era del staff permanente. Sin embargo concurría asiduamente, y se le vio en varias oportunidades cuando estaba detenida en este lugar, María Claudia García de Gelman. Según los testimonios de Ana Inés Cuadros, Ariel Soto, Víctor Lubián y varios otros, “llegaba siempre en un VW color blanco”.
En enero del ‘77 cierran como lugar de detención de prisioneros de OCOA el “300 Carlos”, ubicado a los fondos del Batallón de Infantería Blindado Nº 13, y abren como nuevo local de OCOA el “Infierno” en La Tablada. Varios de sus miembros son asignados al Establecimiento Militar de Reclusión Nº 2 (Penal de Mujeres en Punta Rieles) y llegan cuatro de los oficiales que habían torturado a los militantes del Partido Comunista en el “Infierno” o “300 Carlos”. Estos eran: el mayor Victorino Vázquez, el teniente Roberto Echavarría y los capitanes José Luis Parisi y Jorge Silveira. Dicen las ex presas: “En general eran asignados a los penales los oficiales que por una razón u otra eran castigados. Muchas veces por haber matado en la tortura a algún detenido sin haber terminado con el interrogatorio”. De hecho en el “300 Carlos” durante el ‘75 y ‘76 murieron unos nueve detenidos.
Testimonios como los de las militantes comunistas Rita Ibarburu, Sara Youtchac, Selva Brasselli, y varias más dan cuenta del “Pajarito” Silveira como el responsable del celdario. Sin embargo era de los que desaparecía por días y por una razón u otra, más tarde se enteraban que había estado interrogando detenidos en otras dependencias.
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Este es el hombre que inició una segunda huelga de hambre en defensa de ¿su inocencia?
Larga vida, “Pajarito”. Larga vida y larga memoria.
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Una milanesa para el hambriento
Ya publicado lo anterior, la Juventud Socialista se presentó en el Hospital Militar, donde está internado Oscar Siete. Le llevaban una carta:
Montevideo, 25 de febrero de 2008.
Jorge Silveira
Nos hemos enterado por la prensa que ha decidido llevar adelante una huelga de hambre.
Los militantes de la Juventud Socialista y el Partido Socialista del Uruguay le venimos a entregar un plato de comida caliente y esta carta, para exhortarlo a cambiar su decisión.
Usted es un militar que eligió torturar y violar a mujeres y hombres durante la dictadura. Ahora ha elegido llevar adelante un nuevo acto de cobardía, como es el de no enfrentar a la justicia uruguaya.
Aliméntese, tome sus medicamentos, haga buen uso de todos los derechos que cualquier ciudadano, incluso un reo como usted, tiene.
De esta manera, evitará que sus últimas acciones en vida sean, también, cobardes.
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Hasta ahí, bien; era una carta. Pero, efectivamente, le habían llevado comida caliente. Cuando los periodistas les preguntaron en qué consistía esa comida, el dirigente juvenil Nicolás Núñez explicó, con inocultable fruición: “Una milanesa al pan. Y completa, ¿eh?”. Pero no se la aceptaron. Ni a la carta.