viernes, 27 de marzo de 2009

Fui yo solito

Qué pasó conmigo desde diciembre, cómo y porqué

Ellos lo niegan, pero yo oí clarito cuando los gatos callejeros de la calle Asilo se trenzaron en fiera batalla, entre maullidos y dentelladas, disputándose los restos de mi bazo. Junto a la pequeña ventana por la que había salido mi víscera, Fabio Crocci estiraba para la foto la sonrisa y el brazo del basquetbolista que convierte el triple de la victoria en el último segundo.





Los lentes de sol y el sombrero de remar en La Malquerida, aquí para disimular las ojeras, fueron los que usé cuando me moví de un sanatorio al otro. Con ellos entré a la primera operación y, como nos fue bien, lo usé como cábala. Cachetes rozagantes... de cortisona. Pasé de 40 cigarrillos diarios a cuatro o cinco pipas por día, y recién me empieza la carraspera. Camisa cerrada por censura familiar. Aunque la colostomía está allí, creen que no es de buen gusto mostrarla. Detrás se ve una pero hay dos bolas. En fin.


Así terminaba ese 7 de febrero, y con el resultado de un bazo a cero, el segundo encuentro entre el doctor Crocci y yo. Porque el 12 de diciembre ya me había intervenido de urgencia por una peritonitis. 
Entre el maullido de los gatos hambrientos –más todo lo anterior y todo lo que vendría– quedaban atrás dos años de una actividad tan, tan, tan importante, que me había impedido atender mis divertículos. Tampoco había tenido tiempo para tomar los medicamentos indicados 13 años atrás para atender las dos enfermedades combinadas que me descubrieron entonces, en oportunidad de un infarto: plaquetopenia y síndrome antifosfolipídico. Traducido, no tengo las plaquetas necesarias para la coagulación, pero las poquísimas que tengo producen trombosis. Y, acostándome a las seis o siete de la mañana por la inmensa importancia estratégica mundial de mi trabajo, yo no tenía tiempo de darme la inyección de la noche ni de tomar las pastillas de la mañana.

Pájaros cibernéticos y otras sorpresas

Entre mis trabajos, me hacía cargo del sitio web de ecoUruguay. Básicamente, buscar, relacionar y comentar información actualizada sobre el conflicto de Argentina con Uruguay por la instalación de las plantas de celulosa, además de otra información ambiental. Habíamos acordado que mi tarea se limitaría a dos o tres horas por día, que cumplía cada mañana; pero me resultaba imposible irme a dormir sin repasar la prensa entrerriana del día siguiente en la búsqueda de nuevos disparates de los voceros (argentinos y uruguayos) de la así llamada Asamblea Ciudadana. “Son más de las dos de la mañana”, me advertía Beatriz. “Último clic y termino”, perjuraba yo. 
En esas búsquedas con varias páginas abiertas a la vez, me sorprendió –no una sino varias veces– que alguna de ellas tuviera como sonido permanente el canto de pájaros. Pero nunca pude identificar cuál de esas páginas era, porque los pájaros seguían cantando a medida que las iba cerrando… hasta que cerraba la última, la de mi e-mail. Sólo entonces comprendía que los pájaros no cantaban desde Internet… sino en el parque al cual da mi ventana, por donde entraba a pleno la luz del nuevo día. Fueron incontables los días en que me fui a dormir con el sol bien alto, y decenas las veces en que me sorprendió descubrir que los pájaros cantaban en el mundo real.
Y todo eso para consignar las imbecilidades de los “técnicos” de Gualeguaychú y sus voceros (algunos con cierta reputación local de periodistas especializados) quienes repiten con absoluta certeza que, si una persona come 387 kg. de dulce de leche por día, va a tener problemas con su salud. Y como el dulceleche viene de la vaca, la vaca es un peligro para la humanidad. Pero además el dulceleche en realidad es el agua que el norte imperialista nos quiere robar a este sur de traidores y vendidos, como lo somos todos en general y en especial los técnicos, excepto el ingeniero Matta. O notas imbéciles como la del diario Crónica, levantada de El Argentino de Gualeguaychú, siguiente a esta. 
El 12 de enero publiqué un pedido de disculpas por la desactualización del sitio, y fue lo último. Por lo que veo, mientras todas las consultoras siguen diciendo que la planta de celulosa no ha contaminado, tres meses después el ingeniero Matta y sus voceros siguen inconmovibles en sus terribles comprobaciones. Derrames de la planta que ocurren 20 km. aguas arriba y resultan ser algas, pero que al mes siguiente vuelven a ser citadas en la lista de desgracias ecológicas que provocó el imperialismo finlandés... ¡Y yo pasé noches sin dormir para no perderme la primicia de esa basura!

Dice Beatriz, que leyó esto antes que ustedes, que el próximo párrafo es innecesariamente crudo, y que hasta puede resultar ofensivo para la sensibilidad del lector. Pero estoy convencido de que debe ser dicho aquí, porque es la verdad histórica y para que se entienda cómo se llega a tal punto de soberbia que pone en riesgo todo lo que uno planifica, todo lo que uno piensa de sí mismo… y a uno mismo. De modo que, si el lector es sensible, puede salteárselo y continuar con el relato más light en el párrafo siguiente. Es que mis tareas eran tan, tan urgente e intransferiblemente impostergables, que llegué a salir –atención– tres veces seguidas de mi casa hasta que, al llegar a la puerta del apartamento, comprobaba que tenía los pantalones empapados en sangre. Vuelta atrás, nueva ducha y cambio de ropa, llegar nuevamente a la puerta con los pantalones empapados en sangre, tercera ducha y cambio de ropa, y esta vez esperar –digamos–boca abajo, hasta que cesara el sangrado. No una sino decenas de veces a lo largo de dos años. Y nunca en dos años había tenido tiempo de ver al médico porque, obvio, mis tareas eran tan importantes, intransferibles e indelegables, que cualquier cosa que se interpusiera significaría una irreparable pérdida para la Humanidad.

No era esa la única postergación que sufriría la especie humana por esas extrañas prioridades que han manejado mi vida. Desde un año atrás venía trabajando en la concepción, la instrumentación y luego en la publicación del sitio web de Radiodifusión Nacional, que se inauguraba ese 12 de diciembre con fiesta y todo, en la Torre de las Comunicaciones. Supongo que con ministra, Consejo Directivo y vaya a saber cuántas y cuán altas autoridades. Tanto, que me había comprado una corbata para la ocasión y había comprobado que mi traje de ceremonias estuviera planchado. Pero justo el 11 comenzaron los dolores insoportables mientras publicábamos los últimos materiales, y justo el 12, a la hora en que alguien ponía en pantallas mi trabajo del último año, justo en ese momento mi vida estaba en las manos del doctor Crocci. 
Según me contaron, cuando cae un paciente en mis condiciones sus colegas bromean: “Si a este no le sale un Fabio, no le sale nadie”. Porque resultó que para que un cirujano te pueda operar deberías tener un mínimo de plaquetas que permitan la cicatrización. Digamos que 40.000 para que sea riesgoso pero aceptable. Pero cuando llegué a la mutualista yo tenía 18.000. Y mientras me hacían transfusiones de urgencia, mis benditas plaquetas bajaban a 11.000, a 6.000… Entonces “salió el Fabio” a la voz de ahora o nunca, me cirugeó a lo que saliera (y lo que podía salir era un viaje al infinito pero, según el propio Crocci me lo dijo con humildad, “También hay que tener un poco de suerte. Usted un poco de suerte, y yo también…”). 
En fin, que terminó de operarme con 2.000 plaquetas. Discutirían después si era o no posible que no me hubiera desangrado con esa cantidad ridícula, si eran realmente tan pocas pero grandes y los equipos las contaban mal… Pues no: contadas y recontadas resultaron ser 2.000, nomás. Una vez más, la navaja del vengador solitario había logrado cortar y pegar antes de que yo me enterara y me muriera, como correspondía. 



Haciéndome el gracioso, saludo a la hinchada que espera a que me intervengan el 12 de diciembre. Algunos amigos recibieron la postal de Feliz 2009 que les envié con esta foto. 


Tampoco me enteré hasta unas horas después de la concesión que debí hacer para estar vivo y contarlo. “Colostomía” es el nombre amable, digamos el nombre comercial de un agujero en medio de la panza al que yo conocía hasta entonces como “ano contra natura”. Una salida de emergencia que, juran ellos, será clausurada por agosto o septiembre próximos. Una fuente inagotable de sensaciones, digámoslo así. Una mierda, propiamente.

“No es para asustarlo, pero…”

Luego de la peritonitis, tenía que verme la hematóloga para enfrentar el antiguo problema de las plaquetas y la trombosis. Me tomaron sangre para un hemograma que estaría listo recién 15 días después, pero esa misma mañana me llamó el jefe del laboratorio. “No es para asustarlo, pero usted tiene 3.000 plaquetas”, me dijo. “O sea que en un par de horas va a estar sangrando en la Emergencia. Ahórrese el tener que llamar a la ambulancia y todo eso, venga ahora o dentro de un rato, pero no espere mucho”. Así comenzó mi segunda internación, el 21 de enero. En los boxes de Emergencia del sanatorio 2 del Casmu primero, en el sanatorio 1 después, nuevamente en el 2 por último, toda una pelea por conseguir un lugar donde recibir en paz el tratamiento que (suponíamos entonces) me permitiría salir con algo encaminado.
Durante más de una semana me dieron todos los medicamentos imaginables, incluso una serie de gammaglobulina que costó 15.000 dólares y luego otra variante de costo similar. Pero de plaquetas, nada. Hasta que los hematólogos concluyeron que había que practicarme una esplenectomía, otra bella palabra que aprendí de la mano del doctor Crocci: la extirpación del bazo, que estaba fagocitando mis plaquetas. El problema era que la operación de peritonitis era demasiado reciente, estaba débil… y, obvio, sin plaquetas. Pero me “salió el Fabio” por segunda vez en un mes y medio, y allá quedé yo esperando que las dichosas plaquetas comenzaran a multiplicarse ahora que el lobo no estaba.
“Cada vez que lo veo tiene un pedazo menos”, me comentó desalentado un hematólogo. Y para peor, pasó más de una semana y nada de plaquetas. Un día eran 6.000, al siguiente 2.000, al otro 14.000 pero los tres o cuatro siguientes 3.000, 2.000… y varias, varias veces, sólo 1.000. “No se mueva, no gesticule, no hable”. No estaban contra mi libertad de expresión, sino que cualquier movimiento podía provocarme un derrame.

Pidiendo a todos

Mientras tanto, una legión de amigos y conocidos de la familia enviaba sus buenos deseos, piedritas (desde cantos rodados a amatistas), organizaban cadenas de oración (una vecina me anunció que me traería la estampita con que le rezaba a su santo), cadenas de reiki incluso desde Brasil, Nelly que me mandaba decir que me veía sano y fuerte, Walter y sus Energéticos me tiraban toda sus ondas… Sin duda, todos ellos me dieron las ganas para sobrellevar la situación. 
Pero, de todos los locos hermosos que conozco, nadie tan prolija como Kitty. Ella buscó un santo que no estuviera demasiado ocupado para atender sus ruegos. Dio así con el que desde entonces es para nosotros “el Santo Petrolero de Kitty”, San Scarbel. Después vine a saber que el también llamado San Charbel, o Yusef Antoun Mahklouf, en realidad fue un ermitaño libanés, santificado en 1977 por la Iglesia Católica a impulsos de quienes ya le adoraban pese a la prohibición de la propia Iglesia. Pero antes pensaba en San Scarbel como un santo que, levitando sobre el Golfo Pérsico, veía pasar los buques tanques y escuchaba imprecaciones en árabe sobre la crisis global y la baja de los commodities, y que de pronto recibía el llamado de una mujer hablando en español sobre la escasez de plaquetas en Uruguay. Impecable la lógica de Kitty: ¿cómo no escuchar ese reclamo?

Un lindo carnaval

Así las cosas, la última posibilidad pasó a ser la Mabthera, un inyectable que sólo fabrica un laboratorio, que cuesta 80.000 pesos por cuatro dosis (320 mil pesos en total), que hay que comprar antes de comenzar la serie, y que nadie paga para su aplicación a esta enfermedad (el Fondo Nacional de Recursos sólo se hace cargo para casos de cáncer, en los que su efectividad está demostrada). 
¿Qué se puede vender en un par de días para obtener 320 mil pesos? Mi hijo Gonzalo salió a recorrer casas de autos. La mejor oferta era totalmente insuficiente, y, la suma seguiría siendo insuficiente así agregáramos todas las chucherías comercializables de mi casa. Y no había tiempo que perder: mientras no se resolviera la compra de la Mabthera, sólo se podía estirar la situación; pero con la advertencia de que no esperara ningún resultado de ese “tratamiento” que no era tal.
Pero aparecieron entonces los amigos. Varios preguntando por el número de alguna cuenta para depositar su contribución, varios poniendo a disposición los 200, 500 o 1.000 dólares que tenían apretados para emergencias, y tres ofreciendo todo el dinero para la compra de la serie entera. Una de ellas puso fin al tema llevando el cheque firmado. Cada uno, una roca en los cimientos de una fortaleza. ¡Pero era dinero que habría que devolver más tarde o más temprano! ¡Y eran el equivalente a casi tres años de trabajo en ecoUruguay, o a dos años en Radiodifusión Nacional! Y era jueves previo al feriado de Carnaval.

Avisa a los compañeros

El día de mi ingreso al actual Banco de Previsión Social, en 1965, me afilié a la entonces Asociación de Empleados del Instituto de Jubilaciones y Afines, Aeija. Milité fuertemente hasta la dictadura y participé en la reconstrucción del sindicato. Me desvinculé laboralmente del BPS en 1985, aunque seguí afiliado a la gremial. Y alguien recordó que la actual Asociación de Trabajadores de la Seguridad Social, Atss, mantiene el fondo solidario que viene desde los tiempos de Aeija, para imprevistos como el que yo estaba viviendo. 
En pleno feriado, varios compañeros se hicieron cargo de los trámites. El primer día hábil siguiente la directiva del sindicato aprobó hacerse cargo de la compra. Ese viernes, 48 horas después, el tesorero acompañaba a Beatriz a retirar el medicamento, y ese mismo viernes me administraban la primera dosis de la serie. Aquellas 1.000 plaquetas treparon inmediatamente y el viernes 20, antes de la última dosis, se habían transformado en 135 mil (a esta altura –madera sin patas– es seguro que son más de 150 mil).









Pude ir a buscar la última dosis de la Mabthera, y conocer el pequeño museo de la hermosa farmacia Atahualpa. Vale la pena visitarlo. En esta vitrina, moldes para supositorios.


Lo único que sé es que yo sabía, en medio de todo lo imposible, que tanta solidaridad lo haría posible. De modo que, cuando me volvió a golpear la emoción, no fue por sorpresa. Es lo que pasa cuando uno está rodeado de gente formidable. Aunque uno sea lo suficientemente desatento (o esté “tan terriblemente ocupado”) como para no tenerlo en cuenta en cada momento de su vida.

Uno internado, varios para internar

“No puedo creer lo que estoy oyendo”, pensaba varias veces por día en los 50 días de internación. Me enchufaba a Babel FM, me concentraba en los ejercicios respiratorios, y así me fugaba del absurdo. Pero Beatriz, no: ella lidió con el absurdo cada día, del mismo modo como sigue “internada” vía telefónica o personalmente pese a que yo estoy de alta hace tres semanas. 









Cambié de celular pero, como no estaba configurado como tal, sólo podía tomar fotos desde la cama. El televisor, protagonista de una historia de no creer. 

Por ejemplo, el médico indicaba un antibiótico a partir de las ocho de la mañana, pero la pastilla de las 16.00 no venía. “Ah, aquí no lo tengo anotado”, era la respuesta automática. “Pero está indicado, y lo anotó en la historia clínica”. “Lo que no está en el TQ no existe”, era la respuesta automática número dos. El TQ es “el cartón amarillo” con las indicaciones diarias para cada paciente. “Usted sabe que todos los antibióticos se dan cada ocho o cada 12 horas, así que no pueden darle una sola dosis y ninguna más”. “No puedo hacer nada si no está en el TQ”, era la respuesta automática número tres. “Lo que le pido es que consulte con la médica si lo dejó indicado o no”. “Yo tengo que hacer lo que indica el TQ, y lo que no está no existe”, era la respuesta automática número cuatro. “Pero ¿no puede consultar con la médica que lo dejó indicado con su firma en la historia clínica?”. “Dígaselo a la nurse”, era la respuesta automática número cinco. 
Algunos medicamentos vienen en cápsulas, y no es por casualidad sino para que sean absorbidos en el tiempo y por los órganos elegidos por el fabricante. De modo que, cuando en lugar de cápsulas de 25 mg. como estaba indicado, alguien apareció con cápsulas de 50 mg. para que nosotros las cortáramos con una tijera, repartiéramos el contenido entre las dos mitades y lo tomáramos como una pastilla común, no lo podíamos creer. “Pero ¿no puede consultar con la médica?”, recomenzaba el diálogo tipo. Quienes discutían fastidiadas eran personal de la salud que, más vale creerles, no conocían la diferencia. Así cada día, durante los 50 días de internación.
A veces, en cambio, tuvimos demostraciones de gran interés y una vertiginosa iniciativa. Por cierto, no cuando estuve sin dormir los dos días previos a la extirpación del bazo porque mi compañero de habitación, afectado de demencia senil, no cesaba de llamar a su esposa para que cerrara “el portoncito” y apagara “la luz de la calle”. Fueron dos días sin parar, pero la nurse que venía cada varias horas siempre lo encontraba callado. 
Cuando por fin se lo llevaron, ingresó en su lugar un tipo de unos 40 años muerto de miedo porque le iban a extirpar unos nódulos. En realidad, ingresaron él y su madre, de unos 60 años, y sus hermanos, y su padre, y su esposa, y su hijo, seis personas que ocuparon toda la habitación desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, fuera del horario de visita, y conversaron animadamente sentados en todos los sillones, banquitos e incluso en su cama. Y la mamá quería ver las telenovelas. Aclaró que veía todas las de la tarde hasta terminar con “Victoria, la venganza de las mujeres”, que va hasta pasadas las 23.00. Tuve que informarle que yo había contratado el servicio de televisión… pero para asegurarme de que estaría apagada, y le expliqué el significado de plaquetas, estrés, de las indicaciones de los médicos: reposo absoluto… La mamá me preguntó desafiante qué haría yo con todos los amigos de su hijito, que es taximetrista y tendría muchas visitas. Quedó algo desconcertada cuando le expliqué que era al revés: que estábamos en un sanatorio, y los amigos de su hijo deberían visitarlo de a dos, en el horario de visita. Pareció aceptar lo de la televisión, pero la escuché protestar que ella no estaba acostumbrada al silencio: “Bastante vamos a estar callados cuando estemos muertos”, sentenció. 
Ese día sí, la enfermería se preocupó del grave problema. En medio de las carencias de personal para atender a los pacientes (todos los días faltaba al menos una enfermera por turno en cada sector), una persona pudo dedicar un buen rato al importantísimo tema. Y así, una funcionaria llegó invocando a la dirección del sanatorio para reclamarle a Beatriz que, “en una actitud solidaria”, “compartiera” el televisor para que la buena señora pudiera mirar sus 10 horas ininterrumpidas de telenovelas. Con su calma broncínea de todas las horas, Beatriz le adelantó que no íbamos a compartir nada, que no iba a concurrir a la dirección a discutir eso, y que hiciera lo que entendiera pertinente. La gentil mediadora no apareció más, y a partir de entonces mis vecinos de habitación fueron personas que entraban para cirugía y salían el mismo día. 






Agenda y cuaderno de novedades en mano, durante 50 días, Beatriz dedicó las mañanas a desfacer entuertos por teléfono o recorriendo consultorios y mostradores. Y ocho horas cada tarde a desfacer otros entuertos en el propio sanatorio. Mientras tanto, y en medio de la preparación de su tesis, Gonzalo trabajaba de chofer full-time de la mañana a la noche. ¿Cómo hace alguien que no esté en condiciones de controlar todo, todo el tiempo?

Así fue prácticamente cada uno de los 50 días. Y está claro: no se debe generalizar, como en todos lados hay buenos, regulares y malos, etcétera, etcétera, pero... Es más: lo correcto es decir que el Casmu no me retaceó absolutamente ningún gasto excepto el de la Mabthera (mientras tanto, a una vecina, otra afamada mutualista acaba de suspenderle un tratamiento sin otra explicación que el costo de las inyecciones, más o menos una vigésima parte de las que el Casmu me aplicó). Pude cambiarme de mutualista y preferí seguir en el Casmu. Pero... 
El médico de la familia cree que, después de tantos días de estrés y agresión (incluso con los mejores modales y las mejores intenciones, por el sólo ingreso del personal a la habitación cada 45 minutos o una hora, a lo largo de todo el día y toda la noche), el paciente internado debería iniciar una terapia psicológica. ¿Qué tal el acompañante que se hizo cargo de todos, todos, todos los detalles de los que no debería ni siquiera estar enterado?

Ahora

Salimos el domingo 9 de marzo, y me dolieron los sentidos al
oir el silencio y ver la luz del día que me esperaban en casa. Me dieron “mi” silla junto a la ventana, justo para ver pasar un velero. Esa noche recorrimos el barrio, tomamos un helado y fuimos al club Acal, donde está La Malquerida (allí la cámara se quedó sin pilas, de modo que no tenemos fotos de Beatriz en aquella noche gloriosa). 
Estoy en mi casa, con una debilidad asombrosa. Dos semanas después de la peritonitis caminaba por el barrio, hoy llevo cinco días sin salir de casa ni subir a la máquina de caminar que me prestó mi hijo Andrés. Me hablaron de tres días de recuperación por cada día de reposo, lo que me da la aterradora cifra de 150 días para volver al estado en que me encontraba en los primeros días de enero. 
Ah, también me traje un ojo menos. En medio de aquellas tormentas plaquetarias de enero y febrero, perdí el 80 por ciento de la visión del ojo derecho. Habrá que esperar tres o cuatro meses para saber si avanza o retrocede.
Prometí que no abriría la computadora hasta no estar bien. Esta es la primera vez que entro en serio. Empecé borrando decenas y decenas de páginas de mensajes entrados, y la tarea siguiente fue encarar esta crónica. ¿Se puede creer que prácticamente tuve que aprender a manejar el procesador de texto de nuevo?

El cambio

Amigos y parientes me reclaman saber qué y cómo ocurrió, y sobre todo me preguntan qué aprendí. “Que el tiempo es algo que no va a volver, y tiempo es todo lo que vas a tener”, cantaba Patxi Andión hace 30 años. Bien, eso es algo que todavía no he aprendido.

Abrí este blog en septiembre de 2007, con la intención de recopilar notas publicadas en papel que corro el riesgo de perder. Son decenas de notas ya digitalizadas o prontas para ello, y en todo este año y medio apenas “pude” publicar 10. 

Mientras tanto, postergué decenas de proyectos personales para dejarme explotar por un pelafustán. Ahora intento cobrarle mediante un juicio lo que me debe desde 2007 por la revista Rumbosur que le hice mientras él nos mentía descaradamente durante un año. Mientras tanto, Rumbosur sigue saliendo.
El sitio web de Radiodifusión Nacional está on-line, pese a mi defección.
De ecoUruguay no tuve más noticias. Librados a celulares que no reciben o no envían mensajes, o directamente no reciben ninguna señal, desde diciembre nos perdimos en el agro-ciber-espacio. Tal vez se enteren por esta vía de la primicia: hasta aquí llegó mi amor. 

Esto no pretendió ser más que una crónica lo menos aburrida posible, y obviamente sin moraleja. Lo que aprendí es que todo lo que me ocurrió es responsabilidad exclusivamente mía. Nadie me pidió que trabajara más de lo acordado, nadie me pidió que abandonara a mis amigos, que no tuviera tiempo para responderles, para visitarlos, para vivir con ellos. 
Nadie me pidió tampoco que me explotara como lo he hecho. Creo haber aprendido que debemos “habitar nuestro cuerpo” en lugar de tironear de él. ¿De verdad lo aprendí? 
Nadie me pidió que siguiera postergando las cosas que quiero hacer desde hace añares. Cuando termine esta crónica, empezaré a buscar un taller de cerámica. ¿Podré disfrutarlo sin culpa, o andaré tironeando de mi cuerpo, listo a postergarlo apenas aparezca una nueva obligación a la cual esclavizarme?

¿Aprendí algo, de verdad? Además de haberlo aprendido, ¿seré capaz de traducirlo en los actos cotitidianos de cada día? En fin, las interrogantes que se me abren son infinitas. Incluso una que atormenta a varios familiares y amigos:


¿Qué piensas hacer con tu pelo? Terrible duda. 

En una obra en construcción cerca de mi casa, un albañil está silbando ahora, como lo hace todo el tiempo desde diciembre pasado. Silba horrorosamente, pero le pone su sello a cada día. Los horneros no dejan de cantar en el parque. No envidio al albañil ni a los horneros, pero me gustaría aprender de ellos.