viernes, 28 de septiembre de 2007

Declaración de principios con relaciones

Calidoscopio,
más o menos de Ray Bradbury


¿Está bien que la Declaración de Principios de un blog sea un cuento? ¿Por qué un cuento, y por qué Calidoscopio, de Ray Bradbury?
En todo caso, primero el cuento y después los porqué. Aclaro antes que –fiel a mi compulsión– no pude evitar “editarlo”. Ocurre que accedí a una versión, publicada hace unos años en un medio uruguayo, muy torpemente traducida. Y, por ejemplo, no me parece creíble que un astronauta perdido en el espacio y derivando hacia la muerte pueda exclamar “Maldita sea”.
De modo que lo que sigue podría ser definido como:

Calidoscopio
(En El hombre ilustrado, 1951)
Idea general: Ray Bradbury.
Mala traducción: autor desconocido.
Toqueteos a la mala traducción sobre la idea de Bradbury: Jorge García Ramón













***

El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
–Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, como de niños perdidos en una noche fría.
–¡Woode, Woode!
–¡Capitán!
–Hollis, Hollis, aquí Stone.
–Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
–¡¿Yo qué sé?! Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!

Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como piedritas diminutas y plateadas. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
–Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, girando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.

Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar un tejido.

–Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
–Depende de tu velocidad y la mía.
–Una hora, supongo.
–Algo así –dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
–¿Qué sucedió? –preguntó Hollis al cabo de un minuto.
–El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿no?
–¿Hacia dónde caes?
–Creo que me estrellaré en el Sol.
–Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra, a quince mil kilómetros por hora; arderé como un fósforo.
Hollis pensó en eso con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.

Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera cambarlo todo.

–¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! –exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
–¿Quién habla?
–No lo sé.
–Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
–Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
–Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
–¿Stimson?
–Sí –replicó por fin.
–Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
–No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
–Hay una posibilidad de que nos encuentren.
–¡Si, sí, seguro…! –dijo Stimson–. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
–Es una pesadilla –dijo alguien.
–¡Cállate! –ordenó Hollis.
–Ven y hazme callar –contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria–. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. Se enfureció porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, reventar a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.

Y seguían cayendo y cayendo.

Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
–¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de la radio. Fastidiaría a todos los demás y les impediría hablar entre sí. Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo. “Da lo mismo –pensó Hollis–. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?”. Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.


Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.

–Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
–Aquí Applegate otra vez.
–¿Qué hay, Applegate?
–Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
–Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
–Capitán, ¿por qué no se calla?
–¿Qué?
–Ya me oyó, capitán. No me va a imponer su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
–¡Compórtese, Applegate!
–No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo nada que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
–¡Le ordeno que se calle!
–Adelante, vuelva a ordenarlo.
–Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más–. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí, ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis cerró los puños con fuerza.
–Quiero confesarte algo –siguió Applegate–. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape.
Fue tan rápido que no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un cerrado silencio de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.

Todo era tan raro. Espacio, miles de kilómetros de espacio, y unas voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
–¿Estás enojado, Hollis?
–No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
–Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
–No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad. Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida empieza y muere antes de que puedas respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?

Otro de los hombres estaba hablando.
–Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares a los naipies...
“Pero ahora estás aquí –pensó Hollis–. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida de locos. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo, y todo parece no haber sucedido nunca”.
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
–¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
–¡Como si nunca hubiéramos tenido nada, Léspere!
–¿Quién es? –dijo una voz tensa.
–Es Hollis.
Hollis se sintió mezquino. Sintió la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate lo había golpeado y ahora él, Hollis, deseaba golpear a algún otro. Applegate y el espacio lo habían lastimado.
–Se acabó, Lespere. Todo terminó. Como si nunca hubiera ocurrido nada. ¿No es cierto, Lespere?
–No.
–Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que importa. ¿Es mejor? ¿Lo es?
–¡Sí, es mejor!
–¿Por qué?
–Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! –gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos. Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
–¿Y para qué te sirve eso? –gritó a Lespere–. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
–Estoy tranquilo –contestó Lespere–. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo mal tipo, como tú.
–¿Mal tipo?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, se había sentido un mal tipo. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para un momento como este. “Mal tipo”. La palabra le martilleó en la mente. Sintió lágrimas resbalándole por la cara.
–Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada. Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes había estado aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero ahora comprendía que no era más que conmoción, y de la indiferencia que puede parecerse a una engañosa “serenidad”. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
–Sé lo que sientes, Hollis –dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada–. No me has ofendido.
“Pero, ¿no somos iguales? –se preguntó un aturdido Hollis–. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra”. Pero Hollis sabía que todo aquello era puro ejercicio racional. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no. Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y seguramente, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido. Casi se rió. El aire había escapado de su traje por segunda vez. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, morir en el espacio es casi cómico. El espacio te despedaza poco a poco, como un tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.

–¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
–Aquí Applegate de nuevo –dijo la voz.
–Sí.
–Estuve pensando. Te escuché. Esto no está bien, Hollis. Nos hace perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
–Sí
–Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Cuando oí que tú hablabas como un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay nada de verdad en lo que dije. Y anda al Diablo.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
–Gracias, Applegate.
–No hay de qué. Arriba, estúpido.


–¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
–¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente.
–Debe de haber muerto.
–No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar. Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
–Es él, escuchen.
–¡Stimson!
Nadie respondió. Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
–No contestará.
–Ha perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
–Es él, escuchen.
Una respiración apenas audible, el silencio.
–Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todos lo escucharon.

–¡Eh! –dijo Stone.
–¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone era su mejor amigo.
–Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
–¿Meteoritos?
–Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra. Tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
–Me voy con ellos –prosiguió Stone–. Me llevan con ellos. Estoy condenado. –Y se rió con ganas.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio cuando un niño levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.


–Adiós, Hollis. –La voz de Stone, ya muy debilitada–. Adiós.
–Buena suerte –gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
–No te hagas el gracioso –dijo Stone.

Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas. Todas las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
–Adiós.
–Tómatelo con calma.
–Adiós, Hollis –dijo Applegate.

Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que cada uno significaba para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban.

Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo. Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
“¿Y yo? –pensó Hollis–. ¿Qué puedo hacer? ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra”.
Caía rápidamente, como una bala, como una piedrita, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz...
Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría. “Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro”.
–Me pregunto si alguien me verá –dijo en voz alta.

El niño que estaba en un camino alzó la vista hacia el cielo.
–¡Mira, mamá, mira! –gritó–. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
–Pide un deseo –le dijo su madre–. Pide un deseo.




***

En la mala traducción que edité, el final era otro:
–Desea algo –le dijo su madre–. Desea algo.
Esa versión me gustaba más que la anterior y venía mejor a mis fines, pero lo que una madre dice a su hijo no es eso, sino “Pide un deseo”. (Después de tanto trabajar copiando el texto desde el papel y editándolo en pantalla, buscaba en Internet ilustraciones sobre astronautas y calidoscopios cuando me topé –obviamente– con que ya alguien se había tomado antes ese trabajo. Si hubiera pensado dos segundos antes de empezar me habría ahorrado la mitad del trabajo. Y esa versión también optaba por “Pide un deseo”. En fin.)


Retomando ahora la retórica pregunta del principio: ¿Por qué un cuento como Declaración de Principios de este blog, y por qué Calidoscopio, de Ray Bradbury, cuando puede haber miles de cuentos mejores?


Me vienen persiguiendo varias casualidades. Por un lado, participo ocasionalmente en algunos foros de discusión. Ocasionalmente, porque me agobia la intolerancia que practican personas excelentes (todas menos una), siempre dispuestas a abandonar lo importante para agredirse con los insultos más primitivos. “Todos somos menos importantes de lo que pensamos”, dije en mi último post, y me bajé de la discusión. Ese mismo día, ordenando el escritorio, me reencontré con esa revista que guardo desde hace más de nueve años. Al abrirla, apareció Calidoscopio. Lo volví a leer y, una vez más, me emocionó. “Esto es lo que quiero decir”, pensé.

Allá por los 70, muchos años después de haberme deslumbrado y emocionado con Fahrenheit 451, leí algún artículo de algún comentarista muy respetado según el cual Bradbury era racista, furioso ultra-conservador militante de la Guerra Fría, que incluso Fahrenheit se inscribía en esa visión militantemente ultra-conservadora (digamos que la contracara del “realismo soviético”)… Según esa biografía tan contundente, toda la intención que yo y mis amigos habíamos visto en su obra era exactamente la contraria a la del autor. Tampoco me gusta demasiado su prosa, que a veces me parece algo “cuadrada” (“frío como el hielo”, etcétera, aunque también debe haber culpa de los traductores). Y sin embargo, me siguió emocionando cada vez. Sin demasiada culpa (sí un poco), me identificaba con una historia de un tipo al que detestaría, y además contada torpemente. Abominaba del quién y del porqué y no me gustaba el cómo, pero me emocionaba.

Segunda casualidad. Ya terminando esta nota, escuché hoy a Mario Delgado Aparaín (tres veces grande) recordando la máxima elemental: lo que hay detrás de una buena historia es un conflicto. Puede ser entre personas, entre personas y su entorno, o el conflicto que una persona vive consigo mismo. Y la gran literatura, agregaba, es la que puede reunir los tres conflictos en una misma historia.
Eso tiene ese cuento, ahí el detalle. Y lo que me importa (de Bradbury o de quien sea) no es el quién ni el porqué ni es el cómo: es el qué. En principio, la validez es lo que me importa de lo que se diga, lo diga quien lo diga y como lo diga. Después importará el quién, cómo, cuándo, dónde y porqué. Pero primero el qué.


Para rematar, nunca oí repetir aquella acusación de racismo y ultra-conservadurismo que, dado el tipo de prensa que yo leía en exclusividad en aquellas épocas, tenía el sello de “muy seria”. Su autor tendría como prueba irrefutable la imagen de Bradbury homenajeado por Ya-Saben-Quién y su esposa, por su contribución a la literatura estadounidense. ¿Quién habrá escrito aquéllo, con qué fundamentos? Tengo curiosidad por saberlo pero no me interesa, como no me interesó demasiado la acusación.

El cuento más estos comentarios resultaban demasiado largos para la lista de discusión que dio origen a todo. Por eso se transforman en Declaración de Principios de este blog. Me queda dando vueltas la última frase: “Pide un deseo. Pide un deseo”. Aunque no es como las madres lo dicen, tal vez aquella primera versión tan feamente traducida se ajustara más a lo que yo quería decir: “Desea algo. Desea algo”.