Saki (Hector Hugh Munro)
Contribución del Licenciado Dilo
– La jerga artística de esta mujer me fastidia –dijo Clovis a su amigo periodista–. Le gusta tanto decir de ciertos cuadros que lo “invaden a uno”, que parece que está hablando de una especie de hongo.
– Eso me recuerda la historia de Henri Deplis. ¿Se la he contado alguna vez?
Clovis negó con la cabeza.
– Henri Deplis era nativo del gran Ducado de Luxemburgo. Tras madura reflexión se convirtió en viajante de comercio. Sus actividades comerciales con frecuencia lo hacían abandonar los límites del Gran Ducado, y se encontraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegó la noticia de que debía recibir el legado de un distante pariente fallecido.
“No era un legado importante, aún desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero tuvo el impulso de permitirse algunas extravagancias aparentemente inocentes. En particular, la de patrocinar el arte local representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era quizá el más brillante maestro del arte del tatuaje que haya conocido nunca Italia, pero la pobreza se encontraba entre las circunstancias de su vida , y por la suma de seiscientos francos se dio complacido a la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la nuca hasta la cintura, con una resplandeciente representación de la Caída de Icaro. Cuando el cuadro estuvo acabado, Monsieur Deplis tuvo una ligera decepción, pues había creído que Icaro era una fortaleza tomada por Wallenstein durante la Guerra de los Treinta Años, pero se sintió más que satisfecho con la ejecución del trabajo, que fue aclamado por todos los que tuvieron el privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.
“Fue esta obra su mayor esfuerzo y también el último. Sin aguardar siquiera que se le pagara, el ilustre artesano abandonó la vida y fue sepultado bajo una ornamentada tumba cuyos alados querubines le hubieran ofrecido escasas oportunidades para el ejercicio de su arte favorito. Quedaba, sin embargo, la viuda Pincini, a quien se le debían seiscientos francos. Y fue entonces cuando se produjo la gran crisis en la vida de Henri Deplis, viajante de comercio. El legado, al cabo de pequeñas pero numerosas acometidas contra él perpetradas, había quedado reducido a muy insignificantes proporciones, y una vez pagada una urgente cuenta, restaron para ofrecer a la viuda poco más de cuatrocientos treinta francos. La dama se sintió justamente indignada, no sólo, como explicó con suma prodigalidad, por los ciento setenta francos que faltaban, sino por la depreciación del valor de la reconocida obra maestra de su marido. Al cabo de una semana, Deplis debió reducir su oferta a cuatrocientos cinco francos, circunstancia que convirtió la indignación de la viuda en la más viva furia. Canceló ésta la venta de la obra de arte y unos pocos días más tarde se enteró Deplis, con cierta consternación, de que la había donado a la Municipalidad de Bérgamo, que la había aceptado agradecida. Deplis abandonó el vecindario tan silenciosamente como le fue posible y se sintió genuinamente aliviado cuando el curso de sus negocios lo condujo a Roma, donde tenía esperanzas de que se perdiera de vista su identidad y la de la famosa imagen.
“Pero llevaba en su espalda la carga del genio de un muerto. Al presentarse un día en el corredor de un baño de vapor, debió volver a vestirse de prisa instigado por el propietario, oriundo del norte de Italia, que se negaba enfáticamente a permitir que la celebrada Caída de Icaro se exhibiera en público sin autorización de la Municipalidad de Bérgamo. El interés del público y la vigilancia oficial se acrecentaron a medida que el caso fue teniendo más amplia difusión, y a Deplis le era imposible darse el menor chapuzón en el mar o en el río, aún en las tardes más calurosas, a no ser que estuviera vestido hasta la nuca con un abundante traje de baño. Luego las autoridades de Bérgamo consideraron que el agua salada podría resultar perjudicial a la obra maestra y se emitió una ordenanza perpetua que prohibía al muy acosado viajante de comercio bañarse en el mar en cualquier circunstancia. Se sintió fervientemente agradecido cuando sus empleadores le hallaron una nueva esfera de actividades en Burdeos. Su agradecimiento, sin embargo, cesó abruptamente en la frontera franco – italiana. Un imponente despliegue de fuerzas policiales impidió su partida y le recordó severamente la estricta ley que prohíbe la exportación de las obras de arte italianas.
“Entre el gobierno de Luxemburgo y el de Italia tuvo lugar un entredicho diplomático, y por un momento la situación europea se vio ensombrecida por nada halagüeñas perspectivas. Pero el gobierno italiano se mantuvo firme; declinó conceder la menor atención a la suerte y aún a la existencia de Henri Deplis, viajante de comercio, pero se mostró impertérrito en su decisión de impedir que la Caída de Icaro (del difunto Pincini, Andreas), propiedad de la Municipalidad de Bérgamo, abandonara el país.
“El interés suscitado por la disputa fue muriendo con el tiempo, pero el desdichado Deplis, que era por naturaleza un hombre tímido, se convirtió unos meses más tarde en centro de una furiosa controversia. Un cierto alemán experto en arte, que había obtenido de la Municipalidad de Bérgamo autorización para examinar la famosa obra maestra, declaró que se trataba de un falso Pincini, probablemente realizada por algún discípulo suyo contratado durante sus años de decadencia. El testimonio de Deplis sobre la cuestión evidentemente carecía de valor, pues durante el largo proceso de punzar el diseño, había estado sometido a la influencia de los habituales narcóticos. El redactor de una revista de arte italiana refutó los argumentos del experto alemán y se dio a la tarea de probar que su vida privada no se ajustaba a ninguna de las normas modernas de decencia. Toda Italia y toda Alemania se vieron envueltas en la disputa, y el resto de Europa no tardó en verse involucrado. Hubo tormentosas escenas en el Parlamento español y la Universidad de Copenhague le otorgó una medalla de oro al experto alemán (después de haber enviado una comisión para que examinara sus pruebas en el lugar del hecho), mientras que dos estudiantes polacos se suicidaron en París para mostrar lo que ellos pensaban sobre el caso.
“Entretanto, la suerte del desdichado marco humano no era mejor que antes y no es de sorprender que se incorporara a las filas de los anarquistas italianos. Cuatro veces por lo menos se lo escoltó hasta la frontera como extranjero peligroso e indeseable, pero se lo retenía siempre, así como a la Caída de Icaro (atribuida a Pincini, Andreas, comienzos del siglo XX) Y entonces, un día, en ocasión de un congreso anarquista que tuvo lugar en Génova, un colega, en el calor del debate, le arrojó un frasco lleno de líquido corrosivo a la espalda. La camisa roja que llevaba mitigó los efectos, pero el Icaro se arruinó y no pudo ya reconocerse. Al atacante se le reprendió severamente por agredir a un compañero y recibió la pena de siete años de cárcel por dañar un tesoro artístico nacional. No bien pudo Henri Deplis abandonar el hospital, fue obligado a atravesar la frontera como extranjero indeseable.
“En las más tranquilas calles de París, especialmente en los alrededores del Ministerio de Bellas Artes, suele encontrarse un hombre deprimido y de ansioso aspecto que habla con ligero acento luxemburgués. Abriga la ilusión de que él es uno de los brazos perdidos de la Venus de Milo y espera persuadir al gobierno francés de que lo compre. En todo lo demás, creo, es tolerablemente cuerdo.