sábado, 29 de septiembre de 2007

La fotoperiodista Nancy Urrutia condenada. ¿Quién lo entiende?

No tenés rostro, país

Por Marcelo Jelen
La Diaria, 28/9/2007

Nancy Urrutia no parece estar sacándote la foto. Es una mujer grande pero, de alguna manera, se las arregla para que no te importe que ella esté enfrente tuyo, silenciosa, con ese aparato lleno de luces y sombras. Por eso, se puede decir que Nancy Urrutia no te roba la imagen, sino que te la pide y vos se la das. Así son sus fotos, tal vez ése sea su secreto, si es que tiene alguno. Son fotos serenas, aun en el júbilo o en la rabia. Ella, la primera observadora de su foto, siempre está en el mismo nivel que vos, aunque te la tome en picado o en contrapicado. Es tu igual, seas un niño de la calle o el presidente de la República. No hay afán de superioridad ni de ironía en su fotografía, es decir, en su arte y en su periodismo.
Pero no es por eso que cuesta entender que quieras aplastarle la cámara a Nancy Urrutia, país, que la sometas a tu justicia por fotografiarte. Lo que más cuesta entender es que creas que todos los uruguayos son “meros accesorios del paisaje”. De tu paisaje. Que te hayas creído que los seres humanos que te pueblan son puro adorno, que cayeron encima tuyo, que no son vos, que son otra cosa distinta.
Lo dijiste en una sentencia judicial que condena el trabajo de Nancy Urrutia, porque vos también hablás a través de tus jueces, país, son tuyas sus palabras. Una jueza citó en su sentencia a una jurista argentina, Matilde Zavala de González: “La reproducción de partes del mundo exterior que incluyan figuras humanas está ampliamente permitida. No se trata de individualizar a personas determinadas, que en este tipo de fotografías son meros accesorios del paisaje o de la situación que se intenta reproducir”.
Luego de dos fallos en su contra, el semanario Brecha debió pagar 1.500 dólares (más intereses) a un uruguayo que en 1987, con 11 años de edad, fue fotografiado por Nancy Urrutia. En 2005, cuando la imagen apareció otra vez en el periódico, ese ex niño se acercó a un juzgado de paz y aseguró sentir su intimidad invadida. Ahora que le cobró a Brecha, va por los ahorros de Nancy Urrutia y del periodista Alberto Silva, que publicó esa foto en un libro escrito por él. Todo esto remeda esas comedias estadounidenses en las que alguien busca un dinero que no merece, sólo porque la industria de la demanda judicial lo pone a su alcance. Pero a vos, país, a veces te gusta parecerte a Estados Unidos, en lo malo, claro.

Lástima que tus juezas no hayan convocado a Nancy Urrutia, porque ella habría dado un testimonio distinto al del fotografiado y su abogada: que la imagen no fue armada, que antes de que ella empuñara la cámara el niño ya levantaba bien alto ese cartel en que pedía (sí, pedía, así, en pretérito) “justicia” mientras transcurría allí mismo una marcha por derechos humanos. Lástima que no hayan recogido la experiencia de otros fotoperiodistas, que les habrían advertido de lo ridículo de pedir un “consentimiento expreso” a cada persona cuya imagen sirva para ilustrar una noticia, más aún en una manifestación pública a la que asisten miles. Lástima que tus juezas no hayan convocado a lectores de diarios y revistas, que les habrían dicho que les gusta verse, es decir, que les gusta verte, país, en el rostro de sus compatriotas, en esos “meros accesorios”.

Pero se te cayó la cara, país. Ahora, los que te ven en las fotos de los diarios y en las imágenes en la tele van a hacerse un mapa de rostros pixelados, borroneados, enmascarados. Un mapa hecho por fotoperiodistas temerosos que no tienen siete mil dólares más intereses, costas y costos con los que hacer frente a un juicio civil.
Vos, país, querés que tu retrato sea una vaca, un río, un ministro, un legislador, una fábrica, un empresario, una fiesta de la alta sociedad, una manifestación difusa. Nada más que eso. Vos querés ser un país sin niños en su primer día de escuela, sin más sonrisas, sin más muecas, sin más lágrimas que las que quieran exhibir los famosos, los importantes, los dispuestos. No tenés cara, tenés Caras. Querés el bronce, pero no te da el naipe, país. Con una justicia así, sólo sos un país con rostro de piedra.

***

Trabajé hace años con Nancy. Doy fe de que es como la pinta Marcelo. No entiendo nada.


Usé la fotografía en la versión pixelada que propone fotonotas.uy para el artículo Un mundo sin fotos, donde detalla los varios absurdos de este juicio.


viernes, 28 de septiembre de 2007

Declaración de principios con relaciones

Calidoscopio,
más o menos de Ray Bradbury


¿Está bien que la Declaración de Principios de un blog sea un cuento? ¿Por qué un cuento, y por qué Calidoscopio, de Ray Bradbury?
En todo caso, primero el cuento y después los porqué. Aclaro antes que –fiel a mi compulsión– no pude evitar “editarlo”. Ocurre que accedí a una versión, publicada hace unos años en un medio uruguayo, muy torpemente traducida. Y, por ejemplo, no me parece creíble que un astronauta perdido en el espacio y derivando hacia la muerte pueda exclamar “Maldita sea”.
De modo que lo que sigue podría ser definido como:

Calidoscopio
(En El hombre ilustrado, 1951)
Idea general: Ray Bradbury.
Mala traducción: autor desconocido.
Toqueteos a la mala traducción sobre la idea de Bradbury: Jorge García Ramón













***

El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
–Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, como de niños perdidos en una noche fría.
–¡Woode, Woode!
–¡Capitán!
–Hollis, Hollis, aquí Stone.
–Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
–¡¿Yo qué sé?! Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!

Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como piedritas diminutas y plateadas. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
–Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, girando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.

Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar un tejido.

–Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
–Depende de tu velocidad y la mía.
–Una hora, supongo.
–Algo así –dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
–¿Qué sucedió? –preguntó Hollis al cabo de un minuto.
–El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿no?
–¿Hacia dónde caes?
–Creo que me estrellaré en el Sol.
–Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra, a quince mil kilómetros por hora; arderé como un fósforo.
Hollis pensó en eso con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.

Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera cambarlo todo.

–¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! –exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
–¿Quién habla?
–No lo sé.
–Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
–Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
–Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
–¿Stimson?
–Sí –replicó por fin.
–Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
–No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
–Hay una posibilidad de que nos encuentren.
–¡Si, sí, seguro…! –dijo Stimson–. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
–Es una pesadilla –dijo alguien.
–¡Cállate! –ordenó Hollis.
–Ven y hazme callar –contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria–. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. Se enfureció porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, reventar a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.

Y seguían cayendo y cayendo.

Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
–¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de la radio. Fastidiaría a todos los demás y les impediría hablar entre sí. Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo. “Da lo mismo –pensó Hollis–. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?”. Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.


Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.

–Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
–Aquí Applegate otra vez.
–¿Qué hay, Applegate?
–Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
–Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
–Capitán, ¿por qué no se calla?
–¿Qué?
–Ya me oyó, capitán. No me va a imponer su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
–¡Compórtese, Applegate!
–No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo nada que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
–¡Le ordeno que se calle!
–Adelante, vuelva a ordenarlo.
–Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más–. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí, ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis cerró los puños con fuerza.
–Quiero confesarte algo –siguió Applegate–. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape.
Fue tan rápido que no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un cerrado silencio de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.

Todo era tan raro. Espacio, miles de kilómetros de espacio, y unas voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
–¿Estás enojado, Hollis?
–No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
–Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
–No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad. Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida empieza y muere antes de que puedas respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?

Otro de los hombres estaba hablando.
–Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares a los naipies...
“Pero ahora estás aquí –pensó Hollis–. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida de locos. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo, y todo parece no haber sucedido nunca”.
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
–¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
–¡Como si nunca hubiéramos tenido nada, Léspere!
–¿Quién es? –dijo una voz tensa.
–Es Hollis.
Hollis se sintió mezquino. Sintió la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate lo había golpeado y ahora él, Hollis, deseaba golpear a algún otro. Applegate y el espacio lo habían lastimado.
–Se acabó, Lespere. Todo terminó. Como si nunca hubiera ocurrido nada. ¿No es cierto, Lespere?
–No.
–Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que importa. ¿Es mejor? ¿Lo es?
–¡Sí, es mejor!
–¿Por qué?
–Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! –gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos. Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
–¿Y para qué te sirve eso? –gritó a Lespere–. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
–Estoy tranquilo –contestó Lespere–. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo mal tipo, como tú.
–¿Mal tipo?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, se había sentido un mal tipo. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para un momento como este. “Mal tipo”. La palabra le martilleó en la mente. Sintió lágrimas resbalándole por la cara.
–Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada. Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes había estado aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero ahora comprendía que no era más que conmoción, y de la indiferencia que puede parecerse a una engañosa “serenidad”. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
–Sé lo que sientes, Hollis –dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada–. No me has ofendido.
“Pero, ¿no somos iguales? –se preguntó un aturdido Hollis–. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra”. Pero Hollis sabía que todo aquello era puro ejercicio racional. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no. Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y seguramente, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido. Casi se rió. El aire había escapado de su traje por segunda vez. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, morir en el espacio es casi cómico. El espacio te despedaza poco a poco, como un tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.

–¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
–Aquí Applegate de nuevo –dijo la voz.
–Sí.
–Estuve pensando. Te escuché. Esto no está bien, Hollis. Nos hace perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
–Sí
–Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Cuando oí que tú hablabas como un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay nada de verdad en lo que dije. Y anda al Diablo.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
–Gracias, Applegate.
–No hay de qué. Arriba, estúpido.


–¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
–¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente.
–Debe de haber muerto.
–No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar. Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
–Es él, escuchen.
–¡Stimson!
Nadie respondió. Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
–No contestará.
–Ha perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
–Es él, escuchen.
Una respiración apenas audible, el silencio.
–Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todos lo escucharon.

–¡Eh! –dijo Stone.
–¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone era su mejor amigo.
–Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
–¿Meteoritos?
–Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra. Tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
–Me voy con ellos –prosiguió Stone–. Me llevan con ellos. Estoy condenado. –Y se rió con ganas.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio cuando un niño levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.


–Adiós, Hollis. –La voz de Stone, ya muy debilitada–. Adiós.
–Buena suerte –gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
–No te hagas el gracioso –dijo Stone.

Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas. Todas las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
–Adiós.
–Tómatelo con calma.
–Adiós, Hollis –dijo Applegate.

Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que cada uno significaba para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban.

Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo. Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
“¿Y yo? –pensó Hollis–. ¿Qué puedo hacer? ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra”.
Caía rápidamente, como una bala, como una piedrita, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz...
Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría. “Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro”.
–Me pregunto si alguien me verá –dijo en voz alta.

El niño que estaba en un camino alzó la vista hacia el cielo.
–¡Mira, mamá, mira! –gritó–. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
–Pide un deseo –le dijo su madre–. Pide un deseo.




***

En la mala traducción que edité, el final era otro:
–Desea algo –le dijo su madre–. Desea algo.
Esa versión me gustaba más que la anterior y venía mejor a mis fines, pero lo que una madre dice a su hijo no es eso, sino “Pide un deseo”. (Después de tanto trabajar copiando el texto desde el papel y editándolo en pantalla, buscaba en Internet ilustraciones sobre astronautas y calidoscopios cuando me topé –obviamente– con que ya alguien se había tomado antes ese trabajo. Si hubiera pensado dos segundos antes de empezar me habría ahorrado la mitad del trabajo. Y esa versión también optaba por “Pide un deseo”. En fin.)


Retomando ahora la retórica pregunta del principio: ¿Por qué un cuento como Declaración de Principios de este blog, y por qué Calidoscopio, de Ray Bradbury, cuando puede haber miles de cuentos mejores?


Me vienen persiguiendo varias casualidades. Por un lado, participo ocasionalmente en algunos foros de discusión. Ocasionalmente, porque me agobia la intolerancia que practican personas excelentes (todas menos una), siempre dispuestas a abandonar lo importante para agredirse con los insultos más primitivos. “Todos somos menos importantes de lo que pensamos”, dije en mi último post, y me bajé de la discusión. Ese mismo día, ordenando el escritorio, me reencontré con esa revista que guardo desde hace más de nueve años. Al abrirla, apareció Calidoscopio. Lo volví a leer y, una vez más, me emocionó. “Esto es lo que quiero decir”, pensé.

Allá por los 70, muchos años después de haberme deslumbrado y emocionado con Fahrenheit 451, leí algún artículo de algún comentarista muy respetado según el cual Bradbury era racista, furioso ultra-conservador militante de la Guerra Fría, que incluso Fahrenheit se inscribía en esa visión militantemente ultra-conservadora (digamos que la contracara del “realismo soviético”)… Según esa biografía tan contundente, toda la intención que yo y mis amigos habíamos visto en su obra era exactamente la contraria a la del autor. Tampoco me gusta demasiado su prosa, que a veces me parece algo “cuadrada” (“frío como el hielo”, etcétera, aunque también debe haber culpa de los traductores). Y sin embargo, me siguió emocionando cada vez. Sin demasiada culpa (sí un poco), me identificaba con una historia de un tipo al que detestaría, y además contada torpemente. Abominaba del quién y del porqué y no me gustaba el cómo, pero me emocionaba.

Segunda casualidad. Ya terminando esta nota, escuché hoy a Mario Delgado Aparaín (tres veces grande) recordando la máxima elemental: lo que hay detrás de una buena historia es un conflicto. Puede ser entre personas, entre personas y su entorno, o el conflicto que una persona vive consigo mismo. Y la gran literatura, agregaba, es la que puede reunir los tres conflictos en una misma historia.
Eso tiene ese cuento, ahí el detalle. Y lo que me importa (de Bradbury o de quien sea) no es el quién ni el porqué ni es el cómo: es el qué. En principio, la validez es lo que me importa de lo que se diga, lo diga quien lo diga y como lo diga. Después importará el quién, cómo, cuándo, dónde y porqué. Pero primero el qué.


Para rematar, nunca oí repetir aquella acusación de racismo y ultra-conservadurismo que, dado el tipo de prensa que yo leía en exclusividad en aquellas épocas, tenía el sello de “muy seria”. Su autor tendría como prueba irrefutable la imagen de Bradbury homenajeado por Ya-Saben-Quién y su esposa, por su contribución a la literatura estadounidense. ¿Quién habrá escrito aquéllo, con qué fundamentos? Tengo curiosidad por saberlo pero no me interesa, como no me interesó demasiado la acusación.

El cuento más estos comentarios resultaban demasiado largos para la lista de discusión que dio origen a todo. Por eso se transforman en Declaración de Principios de este blog. Me queda dando vueltas la última frase: “Pide un deseo. Pide un deseo”. Aunque no es como las madres lo dicen, tal vez aquella primera versión tan feamente traducida se ajustara más a lo que yo quería decir: “Desea algo. Desea algo”.
















En reparaciones

Sin falsa modestia, debo haber sido el niño más raro de mi generación. Leía a Superman, claro, pero no me identificaba con él sino con Clark Kent. Que de arreglar los problemas se encargara el Hombre de Acero: mi héroe era el que tomaba notas en la libretita. Muchos años después, me tocó “dibujar” los diálogos en una historieta que parodiaba a Superman (Clark Kent en Montevideo, El Carlanco, julio de 1983), con guión de Elvio Gandolfo. El dibujante Ari puso como condición que alguien pasara el texto a los globitos. Y aquí estoy ahora, en reparaciones, con una pierna “sentada” en una silla auxiliar por culpa de una trombosis. Creo que Clark Kent no estaba tan deteriorado en aquella historieta.

Tengo la máquina llena de artículos publicados en los últimos años, otros guardados en papel, y me gustaría recuperar algunos que recuerdo desde que escribí mis dos primeras notas en el semanario Reporter, cursando primero del liceo en Lascano, a los 11 años.
Sobre todo esas dos, porque sé que deben ser para reírse hasta el desmayo. Tal vez por ser un pésimo jugador de básketbol, la directora de Reporter (María del Carmen Escudero, que firmaba sus sonetos como Nemrac) me encargó para el primer número la crónica de un partido que yo mismo jugué por aproximadamente cinco minutos, para desesperación del técnico. No sé qué puedo haber escrito.
Y menos sé qué puedo haber escrito en ese mismo número sobre el congreso anual de la Federación Nacional de Cooperativas Agropecuarias, Fenacoa, presidida por el doctor Eduardo J. Corso. Sólo recuerdo un par de detalles. El primero, que yo no tenía un bolck como el de Clark Kent, sino un cuaderno que llené de apuntes a birome. Finalizada la oratoria, con la birome apretada entre los dientes (gesto que me parecía el adecuado para un periodista de mi empuje), me despedí del veterano director-propietario del otro semanario del pueblo, El Lascanense, el circunspecto don Tolentino Silvera, con un confianzudo “Chau, colega”. Don Tolentino usaba corbata de moñita, y creo que se le desplazó cuando tragó saliva sin responderme. Entendí que me odiaba porque yo personificaba a la competencia feroz de un medio ágil y moderno que cambiaría la historia del periodismo local. Pero ese fue el único número de Reporter, y en él quedó registrado el otro recuerdo de mi debut.
Como no tenía máquina de escribir, debí pasar la nota a mano y a lapicera. Pero el infame tipógrafo que compuso aquella pieza histórica no me entendió la letra y, en lugar de FENACOA, como lo escribí, me hizo decir FENALDA. Justamente indignado como estaba, no hubo un habitante de Lascano (comenzando por mis compañeros de primero del liceo) a quien no haya intentado relatarle el incidente, en espera de su comprensión. Nadie se solidarizó conmigo, debo decirlo. Es más, tuve la sensación de que a nadie le interesaba mi lucha contra la incomprensión de los tipógrafos. Creo que ese único número no tuvo más de 10 lectores.
No aprendí de tan amarga experiencia y, a la vuelta de los años, he andado más o menos por estos medios:


- 1967 a 1973, colaborador en publicaciones políticas y sindicales: El Sol, Izquierda, El Oriental.


- 1978 a 1981, secretario de redacción y diagramador de la revista de la Asociación de Medicina de Veterinaria. Diagramador de libros de texto de Editorial Técnica y de imprenta Palabras Gratas.










- 1980 a 1984, colaborador con notas e ilustraciones en publicaciones de humorismo político como El Dedo, Guambia, El Bote, El Carlanco, o el semanario Somos Idea con guiones de Carlos Di Lorenzo, Licenciado Dilo. Tiempos de temas prohibidos y palabras peligrosas, cualquier cosa servía para decir algo.











- 1984, encargado de la página y el suplemento de información sindical del diario Tiempo de Cambio. Lujo de amigos, los directores eran Ernesto de los Campos y Enrique Alonso Fernández.


- 1985 a 1990, secretario de redacción del semanario Alternativa. Lujo de amigos, los directores fueron Ernesto de los Campos y Aldo Guerrini.


- 1985 a junio de 1991, cronista de información nacional en La República, posteriormente jefe del equipo de redacción matutina y por último jefe de cierre (una especie de secretaría de redacción para apagar incendios cuando el diario entraba en máquinas). Notas para el suplemento Exclusiva.
Allí, vaya a saber por qué, nunca nos daban carné de periodista.


- 23 al 25 de septiembre de 1987, seminario Mercado de Trabajo en el Uruguay, organizado por el Centro de Investigaciones Económicas (Cinve), apoyado por el Prealc-Pnud.


- Junio de 1991 a diciembre de 1992, cronista de política, Parlamento y Casa de Gobierno en La Mañana. Notas para el suplemento Femenino/Masculino. Doctor Salvador Alabán Demare y amigos, buena gente. Vaciaron a la empresa Seusa, formaron chiquicientas colaterales (una era la dueña de las marcas La Mañana y El Diario, otra/s era/n la/s dueña/s de las máquinas, otra era la dueña del local que abrieron subrepticiamente... Nos fueron echando después de haber vaciado a Seusa. En el Ministerio de Trabajo reconocieron las deudas laborales y con el Banco de Previsión Social, como unos caballeros. “Ah, muy bien”, dijo la funcionaria. “¿Qué fórmula de pago proponen, entonces”. “No, no. Que hagan juicio”, dijo el muy caballero. Y, como debían cientos de millones de dólares al Banco República por años y años de créditos sobre créditos que jamás habían pagado, ni valía la pena iniciar un juicio. Salud, doctor Salvador Alabán Demare y amigos.


- 1992 y 1993, secretario de redacción del Informe anual sobre el estado de los Derechos Humanos del Servicio Paz y Justicia.


- Enero y febrero de 1993, cronista de información nacional en Últimas Noticias. Flor de compañeros. Pero ya el 1 de febrero ingresé a En Perspectiva, así que al mes debí renunciar.


- Marzo de 1993, publicación del libro El Uruguay impactado. Investigación periodística sobre nosotros y el medio ambiente (editorial Fin de Siglo), en coautoría con José Pedro Díaz y Hugo Machín.


- Octubre de 1993, a propósito de El Uruguay impactado..., intervención en el Foro sobre Ambiente y Desarrollo organizado por la Fundación Konrad Adenauer y el Claeh, publicada en el libro Condiciones para un mañana digno editado por esa Fundación.


- Febrero de 1993 a junio de 1996, redacción del informativo de apertura del programa En Perspectiva, conducido por Emiliano Cotelo en radio El Espectador, producción de la entrevista central y jefe de producción del programa.


- Marzo de 1993 a septiembre de 2004, responsable de La semana En Perspectiva. Guión, conducción, locución y ambientación musical del compendio y actualización de notas emitidas de lunes a viernes.


- Simultáneamente, coordinador de Espectador.com, primera radio uruguaya en Internet, desde su surgimiento (un año después de que Leonardo Setaro creara el primer sitio web uruguayo, y una semana antes que la BBC de Londres). Espectador.com trajo otra derivación pionera: para la cobertura de las siguiente elecciones, Freddy Navarro, veterano fotógrafo de prensa, se transformó en el primer “fotógrafo de radio” del Uruguay. Más de una década después, sus colegas siguen bromeando con aquella insólita función que cumplió.
El 23 de noviembre de 2000, UruguayTotal otorgó a Espectador.com una de sus distinciones La Web del Año (creo que fue el único año en que concedió esas distinciones). En la foto, Emiliano Cotelo agradece el premio. Lo miramos los tres que hacíamos el sitio: Julieta Sokolowicz, Carlina López y yo.

Con la diversificación del sitio (que pasó a incluir toda la programación de la radio), desde octubre de 2000 hasta noviembre de 2004, responsable de los contenidos de En Perspectiva.


- Diciembre de 1993, redacción de reseñas históricas, geográficas y culturales para la Guía Turística Satius.


- 1994, invitado a exponer sobre Periodismo en Internet en la Facultad de Comunicación y Diseño de la Universidad ORT.


- Diciembre de 2004 a mayo de 2005, redacción del informativo de apertura (07.15 y 08.30) y jefe de producción de Tiempo Presente, Concierto FM – Independencia, conducido por Jorge Traverso.


- Mayo a diciembre de 2005, producción de la entrevista central de Tiempo Presente.


- Junio de 2005 a julio de 2006, selección, redacción y edición de notas sobre ciencia y tecnología para el portal en Internet El futuro importa, auspiciado por Zonamérica.


- Junio de 2005, elaboración de reseñas históricas y geográficas en Tiempo Presente, para un ciclo de micros publicitarios de Yerba Canarias.


- Marzo de 2006, preparación de la salida de la revista semanal Rumbosur. Coeditor desde el primer número (6 de abril de 2006), y editor desde el número 16 (27/07/2006) al 38 (febrero 2007).


- Desde marzo de 2007, coordinador periodístico del portal de la ONG ecoUruguay.


- 27 al 30 de septiembre de 2007, seminario Medio Ambiente, Comunicación Social y Acceso a la Información, dictado en la Universidad Católica por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, Pnuma.


- 12 y 13 de octubre de 2007, VIH/Sida en el contexto de los medios de comunicación, organizado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y Foundation Press.


***

Así las cosas, mi hija Mariana me avisó hoy que el bebé que espera para marzo es varón y se llamará Juan Manuel.
Es hora de ir poniendo un poco de orden en bits y papeles, pues, que este archivo es un relajo.

***

Hasta ahí llegaba lo más presentable de mi currículum el día en que armé este blog. Pero, como la vida sigue...


- Allá por septiembre de 2007, escuchando Babel FM, me enteré del Primer concurso nacional de cuentos breves por SMS, TCQ, “Te cuento que” (con un límite de 160 caracteres contando espacios), organizado por el programa Sopa de Letras de Radio Uruguay (Sodre). Miré al techo, dejé volar mis alados dedos sobre el teclado del celular, escribí siete u ocho y... ¡pasé directo al Parnaso: me seleccionaron entre los 100 que recogerá un libro algún día!
Fue el primer certamen de esas características, y se presentaron 41.642 microcuentos. Y aseguro que el seleccionado para el libro era el peor. Lástima que no tenía tiempo de escribir una novela, porque no me hubieran venido mal el Nobel y/o el Cervantes.
Mi magna obra era la siguiente:
Eclipse de luna llena. Nadie en las ventanas; todos miran televisión. Mañana lo verán en el informativo, cinco segundos. “Qué lindo”, dirán.
Aunque el límite era de 160 caracteres, preferí dejarlo en 140 para no caer en el barroquismo de Carpentier.

Y bien, en diciembre recibí de manos de Tomás de Mattos, Carlos Liscano y Mario Delgado Aparain, como integrantes del jurado, de la entonces presidenta de Antel, María Simón, y de Jorge Caffaro como presidente de la Cooperativa Bancaria (que auspiciaban el concurso), en presencia de Sergio Sacomani como director de Radiodifusión Nacional, un diploma que me acredita como laureado literato compatriota.

Lo cierto es que aquello se prestaba para que, en pueblo chico, terminara en escandalete. Parecía de una desprolijidad total, e incluso envié un mail renunciando. Para empezar, cuando envié los cuentos no sabía quiénes convocaban al concurso ni quiénes integraban el jurado. Por suerte no tenía la menor relación con De Mattos, Liscano ni Helena Corbellini (otra integrante del jurado), pero con el Negro Delgado éramos amigos aunque hacía tiempo que no nos veíamos. Además, resultó ser que Pablito Silva, uno de los conductores de Sopa de Letras, había sido 17 años atrás compañero de trabajo en Alternativa. Y el presidente de la Cooperativa Bancaria, vecino de mi edificio.
Para qué regalarles un lío a todos, etcétera, pero Alfredo Fonticelli (el otro conductor de Sopa de Letras) me mandó a freír espárragos. Y ahí está mi diploma.

Como si fuera poco, el llamado a concurso fue en septiembre u octubre, mandé los cuentitos y me olvidé. Pero en noviembre me llamó Sacomani, director de Radiodifusión Nacional (que convocaba al concurso), para que me hiciera cargo del sitio en Internet de las radios del Sodre. Así que:
1) Cuando fui a recibir el diploma ya estaba trabajando en Radiodifusión Nacional, bajo la jefatura de Sacomani y tenía como compañeros de trabajo al equipo de Sopa de Letras. Y
2), como propuse y Sacomani me aceptó reformular todo el sitio, tengo que agregar otro ítem al currículum:


- Noviembre de 2007, encargado del sitio en Internet del Sodre.




La señora del chalet

Geografía humana (1) Cabol Polonio









Estaba en el último escalón en lo emocional, en lo laboral, en lo salarial… Pero en lo último, mismo. Y un día, Beatriz. Nunca sabré qué me vio, pero sé qué le vi a ella, y usé de cualquier artilugio por atraerla. Nunca fui tanguero, jamás recuerdo la letra de ninguna canción, pero un par de versos de Edmundo Rivero me ayudaron para hacerle una propuesta absolutamente demagógica:

Piantá de tu barrio reo,
dejá el convento mistongo,
que lo que yo te propongo
allí no lo has de encontrar.

Vas a ver qué tren diquero
con tu nueva indumentaria,
pa’que bronquen las otarias
que tienen que laburar.

Te voy a empilchar debute
[de primera, bien de bien, bien debute]
en una maisón francesa,
ya de blanco, ya de fresa
ya de paño o crepmongol,
[una tela china, “crepe”]

con cuatro o cinco pulseras,
un pendantif con brillante,
[un pendiente, pendant]
y un zarzo con un diamante
más brilloso que un farol.

Que tu viejo el musolino,
[inmigrante italiano en épocas de Mussolini]
tu vieja, la lavandera,
queden en la ratonera
de ese mishio corralón.

Podés largarlos dorapa
ladiándoles bien el carro,
y olvidarlos en el tarro
como al último orejón.

Dejarás de ser la pobre
mistonguera mishia grela,
y una vez llena de tela
cambiás de nombre también:

te encajás uno de aquellos
propiamente afrancesados,
y verás que a tu pasado
sin grupo le hacés amén.

Tendrás un chofer debute
postamente uniformado,
y un buen cuzquito mimado
que te ayude a dar chiqué
[“chiqué”, “chic”, poner la boquita para adelante, darse dique]

Aquí, los giles del barrio,
al ver tu pinta y tus bienes,
dirán todos “Allá viene
la señora del chalet”
.
[Estos eran los dos únicos versos que recordaba. El resto se lo resumía: “Es un reo que está en la llaga y le promete...”]

Tendrás piano en vez de radio
y un lujoso mobiliario,
figurarás en los diarios
en galería social,

aunque yo pa mantenerte
esté siempre engayolado,
y eternamente escrachado
en crónica policial.

***

Enrique Roldós nos consiguió permiso para instalarnos en “el Rancho de Medicina”, en el Cabo Polonio. Era febrero del 84, y aquellos 10 días de lluvia fueron el comienzo. El faro no sólo nos daba 12 segundos de oscuridad: al final nos alzanzó el dinero para que la esposa del farero nos hiciera unos ñoquis para la despedida. Como brindar y romper las copas, nos fuimos sabiendo que nunca más volveríamos al Polonio.
.
Me quedaba entonces una de aquellas piojosas camaritas pocket para documentar el momento histórico.

Beatriz en la “Avenida al Zorro”.
















La Señora del Chalet se acerca a lo prometido. “Barrio de Medicina”. De izquierda a derecha, la nueva construcción que sustituyó al rancho, “el Rancho de Medicina” propiamente, y la carpa en la que pensábamos acampar y terminó siendo depósito auxiliar.














.
.
.
El varón del tango, muerto de frío.
















Truco de seis en el almacén de El Zorro (¡cuánto pelo había, qué barba y qué negra!).
















El Cabo visto desde el faro.








A VER SI NOS ORGANIZAMOS

Jano bifronte,
de Antonello Leone,
mira patrás y mira palante como el bloguero.
Ojalá más palante que patrás.






.

.

.
Tengo esa cosa infantil de mostrar mis cosas
como si fueran dibujos y decirte:
'¡Ah, mirá qué lindo dibujo que te hice!'

Samantha Navarro,
La Diaria, 17/10/2007




QUIÉN HABLA
En reparaciones.


EL BLOGUERO SE EXPLICA
Declaración de principios con relaciones.


QUÉ
Algunos temas de actualidad, tratados en artículos propios o de otros periodistas.

Fui yo solito. Qué pasó conmigo desde diciembre, cómo y porqué (30/3/2009).

No fue por Botnia, Lanata, sino por reírse de travestis. Crítica levanta una insostenible canallada de El Argentino, de Gualeguaychú. Los cascaron por pasarse de listos. (ecoUruguay, 31/10/2008)

Buenos muchachos equipados para correr. Amenazas contra una periodista de Rio Branco (8/4/2008)

“Chimichurri”, “Siete Sierras”, “Oscar 7”... “Pajarito” cansado (25/2/2008)

Maniceeeeroooo. De la calle al libro.

Argentina. El país del todo vale. ecoUruguay, 7/10/2007.

La fotoperiodista Nancy Urrutia condenada. ¿Quién lo entiende? (Marcelo Jelen, La Diaria, 29.9.2007)


EN QUÉ ANDABA

Artículos publicados en la revista
Rumbosur.

¿Fuera de control? Pendientes del acto de Kirchner. 25/5/2006.

Vamo a dejarla ahí. Nadie entendía nada, hasta que habló el Goyo. 25/5/2006.

¿Creer o no, según convenga? Greenpeace, 35 años de polémica. 11/5/2006.

Nunca hagas cuentas a las seis de la mañana. Juicios contra el Estado: una ganada entre tantas perdidas. 4/5/2006.

¿Y ahora qué hacemos con el Parque Hotel? TLC, Tifa, Mercosur... (4/5/2008)

A la guerra por la izquierda. De Berríos a Barrios, clima de tormenta. 27/4/2006.

Ocupaciones: “Huelgan las interpretaciones”. Esperando el decreto. 27.4.2006.

Un lugar en el mundo. Mercosur, TLC, pragmatismo, ideología... 20.4.2006.

"Alguien va a tener que pagar". El bloqueo argentino. 6.4.2006.

"Hacen como que no nos ven". Susana Andrade, la Mae de Tabaré. 6.4.2006.


Y ANTES TODAVÍA
Rescate de artículos publicados en diarios y revistas pre-PC.

Los elegidos de las estrellas. A correr, que se acaba el mundo. Revista Exclusiva, La República, 20.1.1991.


Y además, señores pasajeros, este blog le viene presentando dos suplementos en huecograbado y a todo color, en carácter de obsequio to-tal-men-te gratuito:


MIS INVITADOS

Una selección de videos de algunos músicos preferidos por el bloguero (apenas algunos que andan en la red, y que no incluyen a Yupanki ni tantísimos otros).

No sería lo mismo Fondo del Negro Desempleado. Lo estúpido fue preguntar cuánto valía eso.

De Jot Suínguers. Descubrimientos de un jazzero en Lascano


AMORES
Invitados seleccionados por el bloguero o sus amigos.

Piloto solo, noche, tempestad. De poetas y aviadores. Santiago Gamboa.

El marco. Saki (Hector Hugh Munro) Contribución del Licenciado Dilo.

Eladio Dieste (1917-2000), en puntitas de pie.


Y, aparte,


GEOGRAFÍA HUMANA
La zona íntima del blog. Lugares en los que transcurrió o transcurre la vida del bloguero en compañía de personas aquí mencionadas.

Madraza

Flaca insolente (A Esmeralda, mi suegra, en el día de su adiós. 1/3/2008).

La señora del chalet.